19 de enero de 2014 (Segundo domingo después de Epifanía) Notas tomadas del sermón del Reverendo Alberto Sánchez
Tema: Jesús, uno con nosotros y entre nosotros. Lecturas: Isaías 49: 1-7 1ª Corintios 1: 1-9 S. Juan 1: 29-41 Decimos que Dios es Trinidad, es decir: tres personas. Es tres personas, no tres dioses, como la gente tiende a pensar. ¿Cómo se explica esto? Se explica porque Dios es uno, pero se manifiesta de tres maneras. Así, Jesús es Dios encarnado, es Dios viviendo en la Tierra como hombre (ya lo hemos dicho otras veces: no como Dios disfrazado de hombre, por ejemplo: él no lo sabe todo, no es omnisciente). Jesús, mientras vivió aquí, en nuestro mundo, era un hombre limitado por las circunstancias en que vivió. Es por eso que cuando Dios Padre entrega a Jesús a la muerte no es que Dios entrega a otro (a su Hijo), para que muera. Es la propia encarnación de Dios quién muere. Así, en Juan 1, 36 se habla del cordero de Dios, identificándolo con Jesús. Recordemos que el cordero es uno de los animales que se ofrecían como sacrificio a Dios por los pecados. Jesús se sacrifica por nosotros. Y lo hace como hombre, pero es Dios encarnado. Es todo el Dios que puede caber en el hombre, en la naturaleza humana. Nuestra naturaleza pecadora hace que cada vez que pecamos lo hagamos en primer lugar contra Dios y después contra los hombres. Así, si peco y hago daño a mi hermano, primero peco contra Dios, y luego contra los hombres. ¿Por qué? La respuesta es clara: porque desde el principio los judíos pactaron con Dios para que eso fuera así. Así, los judíos declararon en ese pacto que Dios era su Dios, y que ellos eran su pueblo. Dios, como respuesta al pacto, prometió protegerles siempre. Los judíos como pueblo prometieron vivir según su voluntad. Herederos de ese pacto, los cristianos también tenemos un pacto con Dios. En el nuevo pacto (Nuevo Testamento) los cristianos nos entregamos a Dios personalmente. Dios nos pide un nuevo pacto, esta vez de amor. Dios nos dice que, en este nuevo pacto, debemos amarle a él y al prójimo. No hay otra manera de amar a Dios que amar a nuestro prójimo. Así, cada vez que no amo a mi vecino (que es mi prójimo) peco contra Dios, contraviniendo su mandato de amor. En una situación en la que ha habido una ofensa, es la víctima la que tiene el poder de cambiar lo que ha pasado, porque es la que puede perdonar. El ofensor puede pedir perdón, pero si el ofendido no quiere, no lo dará. No habrá paz a menos que la víctima decida que la habrá. De la misma manera, el que tiene poder para perdonar es Dios. Y de hecho, Dios nos quiere perdonar. Sigamos estableciendo paralelismos entre el perdón de Dios y el humano. Podríamos preguntarnos: ¿Por qué perdonamos? ¿Cuál es la verdadera causa o motivo de que digamos “te perdono”? Debemos perdonar, en primer lugar, porque es bueno para nosotros, porque es bueno para el ofendido. En efecto, si no perdonas no serás capaz de dar carpetazo al pasado, y seguirás esclavizado al recuerdo del daño que te hicieron. Eso no es sano. Hay quien perdona como reacción, cuando ve que el otro, el ofensor, está arrepentido. Se trata de un perdón condicionado al reconocimiento del daño y la culpa: perdonas porque ves un cambio en el otro. Eso no quiere decir que, en ese caso, hayas olvidado. La ofensa ha sucedido y estás preparado para que esa persona que te la ha jugado no lo vuelva a hacer (porque seguramente lo hará, no hay que ser ingenuos). Sin embargo, la relación puede continuar, no se queda estancada y rota en la ofensa. Otra manera de perdonar es la activa. En este caso, tú tomas la iniciativa y perdonas aunque el otro no se haya arrepentido, y lo haces porque quieres continuar tu vida, es un perdón si se quiere más centrado en uno mismo, aunque parezca más generoso que el anterior. No estás limitado o controlado por las acciones del otro. Eso implica que tú pagas el precio de la ofensa que has recibido (y no el que ha ofendido). No esperas que el ofensor cambie o te restituya el mal, porque en un acto de voluntad tú ya has pagado el precio, tú te lo has restituido a ti mismo (en el caso anterior pagar lo que el otro había hecho mal era el primer paso para restituir la relación, aquí no). Por ejemplo, si la otra persona te debe dinero (es el caso más claro) tú pagas la deuda que él tiene contigo. Eso es perdonar una deuda. Es considerarla pagada, porque tú la has pagado. Pero eso implica que nunca más vas a pedir ese dinero, aunque en el futuro la persona que te lo debía tenga más que suficiente para pagártelo. En otro orden de cosas, si alguien te ha ofendido personalmente por otro motivo (no por un motivo monetario) tú no vas a pedir que te de la razón (aunque la tengas). Fíjate qué desprendimiento hay que tener para este perdón. Pues bien: éste es el tipo de perdón que nos da y nos pide Dios respecto al prójimo. Esto está relacionado con el significado del nombre de Dios: “Yo soy El que Soy”, es decir: yo hago las cosas porque yo soy así, y quiero, nadie me obliga a perdonar. Dios podría haber sido justo tal como lo entendemos los humanos y pedir en justicia la restitución de nuestros pecados, pero por encima de la fría justicia equitativa ha decidido amar a todos por igual, dando a todos su perdón. Eso en sí mismo es injusto, pero cuando nosotros tratamos a los demás como Dios nos trata a nosotros, obramos justamente. Pero como no es la justicia que nosotros esperamos de Dios, por eso no la entendemos. En Corintios Pablo habla de los “santificados” en Jesucristo, es decir: consagrados o apartados por Dios. Llegar a ser santificado es algo que Dios hace, no tú. ¿Cómo lo consigue, si somos pecadores? Porque Dios en su amor nos ve perfectos, santos. Por eso estamos santificados en Cristo. El es el cordero. Es el hombre perfecto (completo), y viene a experimentar la vida como hombre, comprobando lo dura que es, y cuando te identificas con alguien por amor le amas más aún. El propósito de Dios es que todos los hombres sean santos en Él. Que nos unamos a Cristo en el vínculo del amor genuino, como Él está unido a su Padre Dios. El texto continúa diciendo que esos santos, los de la iglesia de Corinto, invocan el nombre de Jesucristo. ¿Qué es invocar? Es acogerse a una persona, un derecho o un poder. Es como cuando Pablo dijo que era romano y ya no le podían tocar sin un juicio, o como cuando en una empresa alguien dice que es amigo del jefe y tiene impunidad, o derecho para hacer muchas cosas que otros no pueden hacer. Cuando invocamos a Dios, a su identidad (a su nombre), reconocemos su autoridad y la aceptamos. Por eso invocar implica someterte a aquel a quien invocas. De ahí, que si invocamos a Dios, nos sometemos a él, a su autoridad y a sus leyes. Pablo desea a los santos, a los que se someten a Dios, gracia y paz, esto es, misericordia y reconciliación. Algo que es posible porque lo va a hacer Dios. Dios no cambia y es fiel a sí mismo y su palabra. Es un imperativo divino, porque si dejara de hacerlo cambiaría, y dejaría de ser Dios. El nos ha llamado con el propósito de que tengamos comunión con Cristo, el Dios hecho hombre, porque le podemos entender, debido a que es un hombre y podemos experimentar su realidad. En un comentario aparte tendríamos que decir que la teoría es muy bonita, pero no tanto la práctica. Decimos que Jesús nos explica a Dios de modo que lo entendamos y que eso es fácil, porque Jesús comparte su naturaleza humana con nosotros. Pero entender a Jesús es difícil porque su moral de vida es muy elevada y exigente. Imaginémonos, para hacernos una idea, lo que significaría vivir con una persona extremadamente buena. No sería fácil. Sin duda, su inocencia, pero también su alto nivel de exigencia moral, haría que nuestro modo de vida resultara incómodamente imperfecto. No hay persona que aguante la perfección de Jesús en lo moral. Al lado de él, nuestros más altos moralistas resultan contradictorios, e imperfectos. Pablo continúa hablando de la reconciliación. Dice que, si es cierto que el objetivo de Dios es que nos reconciliemos todos con él, entonces no tiene sentido que haya divisiones entre cristianos. Para un padre, sus hijos, cada uno de ellos, son iguales. No hay mejor ni peor, aunque algunos te agraden más. No vas a valer más por esforzarte en ser mejor que los otros. No se puede ganar el amor del padre. Es un regalo. Tu padre ya te ama como eres. No merece la pena que los cristianos peleen para demostrar que son mejores. Dios ya sabe tu valor. Todos somos santos para Dios. Por eso, la mejor manera que tenemos de ser es ser nosotros mismos. El mejor “nosotros mismos” que podamos ser. Hay padres que sufren porque sus hijos creen que necesitan demostrarle a su padre cosas para que él les quiera. Pero el padre no necesita nada de eso. El padre les quiere porque son sus hijos, y lo único que quiere es que sean ellos mismos, no es necesario que los hijos sean lo que el padre quiere. Dios te ama a ti incondicionalmente. No puedes hacer nada para agradar a Dios. Más allá de ser su hijo. El te quiere porque le da la gana. Y eso es difícil de aceptar, porque muchas veces los cristianos estamos inseguros condicionados por nuestras necesidades. Pero Dios no busca que hagamos méritos frente a él. Dios busca que encontremos en Él la armonía interior del hombre, y como consecuencia la armonía entre cristianos. No es que debas dejar tu yo (como algunos piensan), sino tu egoísmo. No debes dejar de ser tú. Por el contrario, debes ser más tú, un tú en libertad, un tú como Dios lo imaginó desde el principio. Y al serlo podrás disfrutar de la “grandeza” de los demás también.
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