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De mi propia pluma (IX)

Lc 24; 13 35:La paradoja de Electra:

“Dos discípulos bajaban de Jerusalén a Emaús…”. Si empezamos la historia así, es claro que la mayoría dirá: “¡eso es la historia de los discípulos de Emaús!”. Es lo que nos suele pasar en cuanto empezamos a leer un fragmento de la Biblia, creemos que lo conocemos, ponemos el “piloto automático” y no nos damos cuenta de lo que nos quiere decir, del verdadero mensaje.

“Pero si ya sé lo que pasa la final: Jesús acompaña a los discípulos sin que ellos lo reconozcan, porque esta… como disfrazado, habla con ellos y al final ellos le invitan a quedarse en Emaús, él parte el pan y desaparece. ¡Ya está!” Sí, ya está pero… no te has dado cuenta de los detalles. Vuelve a leerlo con atención, por favor.

Dos discípulos iban camino de Emaús. Iban tristes, porque su maestro y su esperanza había muerto de manera trágica. Iban, como no, hablando sin parar de ese tema, como suele suceder cuando pierdes a alguien muy querido y no se te quita de la cabeza. De repente, un extraño, alguien que no conocían, se acercó a ellos y quiso entablar conversación, ellos pensaron que era un caminante como ellos, alguien más que volvía de la fiesta de la Pascua a su domicilio, y que se acercaba a ellos por entretenerse y pasar el rato en el camino. Lo primero que les sorprendió en el extraño era que no conociera nada sobre Jesús. ¿Cómo podía ser, si lo que había pasado con él había sido un hecho reseñable para la ciudad y para todos los peregrinos que acudían a ella? Ellos le explicaron todo referente a su muerte y a la esperanza que habían depositado en él. Todo había resultado una decepción. Era cierto, sí, que algunas mujeres habían visto su tumba vacía y que aseguraban que vivía, que no estaba muerto, y también era cierto que algunos hombres de su grupo fueron después al sepulcro, porque no se fiaban de lo que habían dicho las mujeres, y lo encontraron, efectivamente, vacío, pero ese hecho extraordinario no garantizaba nada. ¿Dónde estaba el cuerpo? Y si estaba vivo ¿dónde se había metido? Nadie había visto a Jesús desde que lo mataron. Sencillamente, se había volatilizado.

Ante el testimonio de los discípulos, el hombre se sorprendió de su ignorancia, y fue contándoles punto por punto cómo eran unos insensatos si no se daban cuenta que estaban viendo cumplidas las esperanzas de Israel en la persona de su querido maestro. Al principio lo escucharon con respeto, y luego, cada vez con más entusiasmo, porque ese extraño les venía a decir que su esperanza no estaba perdida. De hecho, les devolvió la alegría que hacía tres días que no experimentaban. No podían explicarse de dónde salía ese sentimiento, pero lo cierto es que estaban encandilados con las palabras de ese hombre desconocido. Y cuando él quiso seguir adelante, una vez que alcanzaron Emaús, su destino, insistieron hasta conseguir que se quedase, porque no querían separarse de él. ¿Por qué? Porque su corazón sabía, mejor que ellos, que ese hombre tenía algo que ellos necesitaban. Así que le metieron en su casa y se prepararon para cenar. Y justo cuando estaban cenando, tomó el pan, lo partió, lo bendijo y se lo dio. En ese momento ellos se dijeron: “¡Dios mío!” porque fue como si se les hubiesen abierto los ojos, y se dieron cuenta que el extranjero no era un desconocido, que no era otro sino el propio Jesús. ¡Y habían estado un buen rato hablando con él sin reconocerlo!” Y el texto dice que Jesús desapareció.

¿Cómo pudieron caminar con él, hablar con él, mirarle a los ojos, y no conocerle? Es más ¿por qué le reconocieron al partir el pan, y no antes? Mucho se ha hablado sobre la naturaleza de Jesús después de la resurrección. Lo cierto es que está vivo, pues los evangelistas nos cuentan que come y habla con sus discípulos, pero su cuerpo no es, aparentemente, el de antes. También puede que fuera el mismo, pero los que le conocían no habían cambiado su corazón ,de manera que por una extraña paradoja, no podían verlo como antes. Lo cierto es que este “ver sin ver” me recuerda a una paradoja clásica: la paradoja de Electra. Electra, hija de Agamenón, rey de Micenas, quiere vengarse por la muerte de su padre, de la que considera responsables a Clitemnestra, la reina, y su amante Egisto, pero no puede hacerlo, porque es una mujer, y solo un hombre, un familiar suyo, puede lavar la afrenta. Ese deber le correspondería a Orestes, su hermano, pero éste había había sido dado por muerto. Desesperada, está dispuesta a cometer el doble asesinato ella misma. Pero entonces un extranjero acude a ella, es su propio hermano Orestes. Ella no lo reconoce, porque han pasado veinte años y ha cambiado de aspecto. El le pregunta por su hermano Orestes y ella se lo describe, es decir: Electra sabe cómo era su hermano, pero no sabe cómo es ahora. Solo al final Orestes mismo se revela y ella lo reconoce. Electra conocía y no conocía a su hermano. De hecho, ella no lo conocía hasta que él no se reveló y ella empezó a reconocerlo.

Siempre hay un momento de duda cuando nos encontramos con alguien que no vemos desde hace mucho tiempo. Al principio, no creemos que sea la misma persona, luego empezamos a darnos cuenta de los rasgos que todavía tiene en común con esa persona que hacía tanto tiempo que no veíamos, y de repente encajan los recuerdos con la persona que tenemos presente y la reconocemos.

Algo así es lo que les sucedió a los discípulos de Emaús, lo que pasa es que ellos no reconocieron a Jesús a través de sus rasgos físicos, sino cuando le vieron partir el pan. Es evidente que, fuera lo que fuera lo que Jesús hizo en ese momento (que no importa) lo hacía igual que antes de ser crucificado. Era la misma persona. Como en el caso de las mujeres, nadie podía haberles dado el mensaje a los ángeles más que Jesús, y nadie podía haber enseñado a ese hombre a partir el pan así, tenía que ser Jesús.

De la misma manera, los que estamos unidos a Jesús a veces podemos reconocerlo en los gestos de otras personas que lo aman y están unidos a él. Por eso sabemos que no ha muerto, sino que sigue con nosotros, igual que cuando partía el pan.

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