De mi propia pluma (VIII)
Lc 24; 1-12 Un mensaje inesperado:
Durante estos días de Navidad me he planteado o no la conveniencia de seguir escribiendo sobre la muerte de Jesús en un momento tan inapropiado para ello. En efecto, parece que el ambiente navideño, los villancicos, las reuniones de amigos y familiares, no ayudaban a concentrarse en un aspecto tan sórdido aparentemente como es la muerte de Jesús. Además, si por algo se caracteriza el evangelio de Lucas es por ser el que más datos da sobre el nacimiento del Salvador. ¿No hubiera sido mejor haber hecho una excepción en la lectura y en el orden en el que la hago, pararme y reflexionar sobre el bonito comienzo de todo, sobre el nacimiento de nuestra esperanza? Sin embargo, no solo por obcecada costumbre y orden, sino además porque me veo impulsado por la viveza del relato, necesitaba seguir leyendo también estos días sobre los últimos y decisivos momentos de la vida de nuestro amado Maestro en la Tierra, entre nosotros, vayan pues, por delante mis disculpas sobre la inoportunidad del momento del año en el que ha coincidido, pero debo contar mis impresiones. Sí es cierto, no obstante, que no he seguido escribiendo al mismo ritmo que antes de adentrarnos en la Navidad, pero aquí estoy de nuevo con más ganas y (año nuevo, evangelio nuevo) pronto empezaremos a comentar pasajes del fascinante relato de Juan.
Nos habíamos quedado con Jesús camino del Calvario y llorado por las mujeres. No me voy a detener en el truculento, terrible momento de su angustiosa muerte, me voy a regodear más bien en su resurrección, pues tal es el motivo por el que se escribieron los evangelios.
Así, el capítulo 24 nos cuenta cómo unas mujeres fueron a ungir el cuerpo con aromas. Así como las mujeres aparecen al final del relato de su muerte en la cruz, vuelven a aparecer aquí, y son las primeras que descubren que ha resucitado. Lucas, muy minucioso en el relato, nos dice que vieron que alguien había apartado la piedra que tapaba la tumba, y que dentro no había rastro del cuerpo. Las mujeres estaban desconcertadas, pero en ese momento se aparecieron dos hombres de vestidos resplandecientes (no se menciona que sean ángeles, aunque es evidente que lo son). En ese momento las mujeres se asustaron, no sabían quiénes eran esos extraños ni qué querían. Pero ellos les dicen que Jesús ha resucitado y les recuerdan unas palabras del propio Jesús.
Poco importa qué palabras fueron, yo creo que no tenían excesiva importancia. Lo importante es que eran palabras de Jesús. Eran palabras de alguien que ellas habían conocido, y las repetían esos extraños, y ellas entonces, sin duda, se tranquilizaron. Porque esas palabras solo las podían haber oído de los labios de Jesús, y si estos hombres las decían ya no eran extraños, de repente se habían convertido en amigos, amigos que conocían al maestro y que habían estado con él hacía muy poco tiempo. Y sobre todo se alegraron porque, si Jesús les había dicho esas palabras Jesús vivía.
Nunca he llegado a comprender por qué los discípulos, solo con ver la tumba vacía, creyeron en la resurrección de Cristo y fueron capaces de morir por ese hecho. ¿Qué probaba una tumba vacía? ¿Acaso no podían haber robado el cuerpo los enemigos de su maestro? ¿Por qué es tan decisivo el hecho de la tumba vacía? Yo creo que no lo es, pero ese hecho, unido a los testimonios de las mujeres (a las que injustamente no creyeron al principio) y a las continuas visitas de su maestro resucitado, les acabaron por abrir los oídos y los ojos a una nueva realidad: que su maestro vivía, y que nadie nunca más podría matar la esperanza depositada en él. Amén.
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