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De mi propia pluma (XIV):

Hechos 5, 27-29. Los cristianos frente al principio de autoridad.

Siempre me había llamado la atención la libertad que Jesús muestra en todo lo que hace. Eso es algo que pude valorar en mi juventud. Durante los años ochenta, en la época en la que el dictador Franco acababa de morir y su larga sombra todavía entenebrecía el panorama social y político de mi país, yo era un joven preocupado por el principio de autoridad. Estaba rodeado de gente que mandaba: en mi casa, mis padres; en el instituto, los profesores; en la calle, la policía, que si te pillaba sin carnet ibas a ver lo que te hacía; en el futuro inmediato, a pocos años vista, los militares con la amenaza de su servicio militar, secuestro legal según yo lo veía. Y la política, como no, tampoco se libraba, estaba llena de mandones que influían en ese ambiente enrarecido de lo que se ha llamado luego con orgullo transición. Y por si fuera poco en esos años se hablaba mucho de política, parecía que no se hablara de otra cosa…

Pero frente a la imagen que me ofrecían los políticos tardofranquistas y sus seguidores, Jesús fue mi guía y mi modelo. Jesús, el Che y John Lennon se disputaban mi admiración por su actitud frente a una autoridad rancia de la que los jóvenes de esa época nos queríamos librar.

Jesús fue también mi guía en una anécdota en la que yo tuve que poner en práctica mi libertad, aunque tenía miedo. En efecto, todavía guardo en un cajón, en la casa de mi padre, doblado y amarillento, un póster de la época que fue el motivo y la excusa para tomar una decisión de suma importancia para mí. En él aparece un Jesús con barba hippy, retratado como el típico delincuente. En la parte de arriba del póster se ve un “Wanted” en inglés, y debajo su nombre y sus cargos: “Jesús de Nazaret, se hace acompañar por un grupo de amigos melenudos a los que llama discípulos, se le ha visto con prostitutas y delincuentes…”. Y debajo un lapidario: “Aviso: está todavía en libertad”. Ese póster me parecía que tenía un mensaje maravilloso, digno de poner en la pared de mi casa. Pero no me atrevía, porque suponía que a mi padre no le haría gracia. Coqueteando con la idea de hacerlo, de colgarlo en mi pared, comencé por decorar el póster con colores simbólicos. Recuerdo que le pinté a Jesús el pelo y las barbas de verde, pues para mí ese color (que es, además, mi preferido) era símbolo de naturaleza y libertad. No creo que nadie entendiera el simbolismo, pero ahí quedó. Y ahí puse un día mi póster, casi con temor y temblor, en la pared de mi cuarto, enganchado de unos trocitos de celo, encima de la pared inmaculada de mi habitación, la misma pared que había pintado mi padre con cariño y amor para que nadie  pusiera tonterías y bobadas en ella. Creo que, según mi padre, la pared solo debía servir para sostener muebles, colgar cuadros de cuando mi hermano y yo éramos pequeños y poco más. Tras colgar el póster de Jesús yo estaba, como digo, temblando, esperando la reacción de mi padre ante mi primer acto de rebeldía. Al principio, no pasó nada durante unos días. Pero un día mi padre lo vio, se quedó mirando al póster y dijo: “¿Qué significa esto? ¿A qué viene poner pósters en la pared?”. Pero, ante mi asombro, se limitó a mirarlo con incredulidad, dijo que era una bobada, se dio media vuelta y no hizo nada. Yo estaba sentado en la cama de mi cuarto y en ese momento me sentí como si el Che Guevara, John Lennon y el propio Jesús saltaran a mi lado de júbilo y me dijeran: “¡Bravo, hemos conseguido vencer al dictador!” (el dictador, qué cosas, era mi padre), como si Franco, Pinochet, y todos los ejércitos de imperialistas del mundo se hubieran rendido a mis pies. Fue una victoria gloriosa.

Por esas fechas también tuve que hacer un trabajo para la asignatura de religión sobre un libro que también reforzó esa idea de que Jesús era sinónimo de libertad: “Jesús, hombre libre”, se titulaba el libro. Siento no acordarme del nombre del autor. Pero sí me acuerdo de que en él se mencionaba la absoluta libertad de Jesús frente a los fariseos, los sacerdotes y sus hipocresías. Eso me encantó.

Pero pasaron los años. Y, en mi búsqueda de Jesús y la libertad,  me tropecé con unos jóvenes misioneros que vivían el cristianismo de manera “radical” (proclamaban ellos con orgullo mal disimulado). En efecto, su vida era cercana a la de los hippies de mis anhelos, llevaban barbas y melenas, tocaban la guitarra, eran jóvenes e insultantemente guapos y alemanes. Vivían en comunidades, trabajaban con prostitutas y gente de la calle, cantaban abiertamente en las plazas de mi ciudad su fe en Jesucristo… como comprenderéis yo volví a caer enamorado por su libertad, esa libertad que yo buscaba, pues todavía no la había encontrado. El problema era que, cuando yo les comentaba que la rebeldía era algo esencial en el cristianismo, ellos me replicaban que un cristiano no debía rebelarse contra la autoridad. Es más, citaban textos de la Biblia que instaban a someterse a las autoridades y orar por los que nos gobiernan (por ejemplo: Rom. 13; 1-7). Eso fue un varapalo para mí. No creía que ser cristiano fuera tan serio y formal. Pero no podía decir nada. Ellos tenían razón, porque lo que decían aparecía en la Biblia. Curiosamente, el contacto con estos amigos míos acabó haciéndome más legalista y represor. Hasta que descubrí esta cita de hechos.

Me gustaría que mis amigos misioneros estuvieran ahora aquí, conmigo, y leyeran este pequeño texto. En él  podrían ver que el principio de autoridad en el que toda sociedad se basa para estar en orden (y que ellos tanto parecían apreciar) tiene por encima otro principio: el cumplimiento de la voluntad de Dios.

Pero vamos a ver qué nos cuenta este texto y por qué me llama la atención. Por favor, si no lo habéis leído, leedlo y reflexionar sobre él. No basta solo con mi comentario. En primer lugar tenemos que decir que el texto se sitúa en el momento en que los discípulos, tras el triunfal discurso de Pedro en Jerusalén, una vez muerto y resucitado Jesús, están creciendo más que nunca. Alarmados, los judíos deciden cortar de raíz. Primero les advierten que no prediquen, los amenazan y los despachan. Luego, tras comprobar que siguen predicando sobre Jesús sin miedo, los encarcelan. Durante un momento, parece que van a seguir la misma suerte que su maestro, que van a acabar ejecutados, pero al final el Sanedrín, el consejo de los judíos, decide ponerlos en libertad. Eso sí, les vuelven a amenazar y les advierten que nunca más vuelvan a predicar en nombre de ese tal Jesús. A lo cual responden con un valor que pone el vello de punta que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres, demostrando así que no tienen miedo a los que les van a juzgar y, posiblemente, matar. Aquí se ve claro que no hay la mansedumbre, la corrección y el respeto a las leyes que algunos cristianos, falsamente, enseñan que debe imperar como norma de comportamiento superior entre los cristianos. Un cristiano no es una oveja que se deja conducir al matadero para ser degollada, es alguien que piensa y actúa conforme a sus convicciones más profundas. ¿Y cuáles son esas convicciones? En este caso los discípulos tenían el mandato expreso de proclamar el evangelio, y no se callaron, porque una fuerza superior a las leyes humanas se lo ordenaba y estaba en juego la salud de su alma. ¿Cómo sabían ellos que era Dios el que se lo pedía? Yo creo que lo sabían porque conocían a Dios, conocían su voz como la oveja conoce la voz de su pastor.

Hay ejemplos modernos de cómo Dios habla a la gente que pueden ilustrarnos mejor esta idea. Para mí Martin Luther King es un buen ejemplo de un cristiano que busca cumplir la voluntad de Dios. El fue en contra de la autoridad luchando por los derechos de los negros en EEUU porque creía que era lo justo, lo que Dios mandaba, y consiguió muchas cosas por vías pacíficas, más que su contemporáneo Malcolm X por vías violentas. Porque si hacemos lo que Dios quiere, como Dios quiere y en el momento que Dios quiere, obtendremos frutos de paz y amor, lograremos hacer un mundo más cercano al reino de Dios, donde el que mande sea Dios, y no los hombres y sus leyes.

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