El camino de Santiago (26.04.2011)
26-V-11:
Gonzar (Lugo):
La sanguijuela de la concupiscencia tiene dos hijas, las cuales están diciendo siempre: Dame, dame. Tres cosas hay insaciables, o más bien cuatro, que jamás dicen: Basta. El infierno, la matriz de la estéril, o la lascivia y la tierra que nunca se sacia de agua; además del fuego, el cual nunca dice: Basta. (Enigmas de Agur, Prov. 30, 15-16). Cuando he llegado al refugio esta tarde he abierto la Biblia por los Proverbios. He visto éste que me ha gustado. Parece adecuado. Hoy necesito una cura de humildad. He hecho treinta kilómetros y mañana haré treinta y uno. Me parece increíble que haya aguantado, y tengo miedo que, por mi ambición de cumplir un plan, de llegar a Santiago el sábado, no caiga rendido, enfermo y dolorido en el intento. Me acuerdo de las recomendaciones que me dijo ayer mi compañero de tren. Odio pensar que pueda volverme atrás por querer hacer las cosas demasiado rápido.
De madrugada, antes de salir para mi primera etapa, no puedo dormir. No veo la hora del reloj y decido encender el móvil. Mensaje de June dándome ánimos. Qué alegría, cuando creía que no me iba a responder, lo hace. Esta mujer siempre me sorprende.
Tras leer el mensaje casi no me quedan ganas de dormir. He continuado con los ojos cerrados, pero casi deseando que llegue la hora. Finalmente ha llegado, tras múltiples miradas nerviosas al móvil. Me he levantado y me he encontrado con una sorpresa desagradable: en la mochila hay hormigas. Han acudido al reclamo de la comida que tenía todavía guardada. Quizá si hubiera tirado el tronco de manzana, cosa que he olvidado, no hubiera pasado nada, pues la mayoría estaban arremolinadas en torno al papel albal que lo envolvía. Avergonzado por ese olvido, me he metido en el cuarto de baño, tras esperar a dos o tres franceses que se han metido corriendo delante de mí, uno de ellos me comentó ayer que tenía diarrea y parece que no es el único. En el cuarto de baño he sacado la bolsa de plástico con la comida y evaluado los daños. He Confirmado que lo mejor era tirar el tronco de manzana y lavar bien la bolsa en el chorro de agua para que se fueran las hormigas. Lo que me quedaba del embutido y la rosquilla de mi tía Petra se podían aprovechar. Consigo matar a bastantes hormigas con este método, pero es imposible acabar con todos los bichitos, de manera que, resignado, he vuelto a envolver los alimentos con la bolsa. No me cabía duda de que todavía había hormigas dentro de la mochila, pero no podía entretenerme en acabar con todas. A la salida del refugio he comprobado que todavía no había amanecido. Luego, ya fuera y siguiendo las flechas del camino, he buscado un bar donde desayunar un buen y reconfortante desayuno, aunque con el despiste y las ganas que tengo de empezar el camino casi me voy sin pagar. De hecho he salido del bar y a unos doscientos metros me he dado la vuelta para volver y pagar.
Comienzo a andar y tengo tiempo de pensar. Una de las cosas que quería hacer cuando me planteé hacer el camino era tener tiempo para reflexionar. Me he traído la Biblia para que me ayude a centrarme en Dios. Pero levantarse por la mañana y leerla no resulta factible en un albergue, donde compartes la habitación a veces con cien personas. Te levantas temprano, a oscuras, y no hay intimidad suficiente para leer tranquilamente sin molestar a los vecinos. Me conformaré, pues, con leerla al final del día, una vez que ya haya llegado al albergue. Nada me impide, sin embargo, que reflexione sobre pasajes de la Biblia. De un tiempo a esta parte estoy leyendo los Hechos. Me doy cuenta de que Pablo y yo tenemos cosas en común. No por nuestro carácter, sino por la situación en la que estoy yo, que es parecida a la que se encontraba él cuando tenía que viajar. Pablo hizo muchos viajes, la mayoría de ellos acompañado de otro discípulo que le ayudaba. Ellos también viajaban y sufrían en los caminos, como yo. Sin lugar a dudas serían viajes muy largos y agotadores. En una de sus escalas confundieron a Pablo y a Bernabé con dioses, al ver los milagros que hacían. Eso les metió en un lío impresionante cuando los habitantes de esa ciudad (no recuerdo cual) se empeñaron en sacrificar una vaca, creyendo que Pablo era Júpiter y Bernabé Apolo, pues era el que hablaba. Tuvieron que pelear con la multitud. Salvando las distancias, yo también me he sentido hoy así. No tengo que pelear con nadie, pero sí sufrir. Pasar las dificultades del camino, y nada está planificado, todo puede suceder y hay que sobrellevarlo.
Esta misma mañana, nada más empezar el camino, he pasado por un lugar maravilloso, al que he sacado unas fotografías. Se trataba de un bosque de grandes árboles envueltos por una niebla. Me ha recordado a un escenario de una película de Tolkien. También me ha sorprendido la cantidad de piedras que la gente va dejando por el camino. Se trata, sin duda, de un ritual de liberación: hay piedras encima de cruces, encima de las señales que marcan los kilómetros que quedan, sobre pequeñas capillitas dedicadas a Santa Gema…Luego hablaré de esta capillita, pues me sorprendió. Todo esto lo he recibido como un regalo de Dios. El camino seguirá ahí, pero este día y estas circunstancias de luz, de niebla… en fin, esta oportunidad, este momento vital nunca volverá a suceder.
Durante un tiempo he caminado con un grupo de valencianos. Están haciendo el camino por etapas. Me dicen que esta parte es la más bonita del camino junto con la de Navarra. Se sorprenden del tamaño de mi mochila. Che, me dicen, ¿te has peleado con la mujer? Llevas mucho peso. Empiezo a creer que tienen razón. Es cierto que más de la mitad de mi mochila es el saco de dormir, pero es que el botiquín que llevo (y que posiblemente no usaré) es muy pesado, y llevo un par de zapatillas que sólo he usado ayer para estar cómodo en el tren, y una linterna que creo que tampoco usaré. También llevo la Biblia, pero a eso no renuncio.
Paso el indicador de los cien kilómetros. Al poco, tras una cuesta abajo bastante pronunciada, llego a Ferreiro, donde observo un típico cementerio gallego. Los cementerios gallegos, a diferencia de otros, no suelen estar cerrados. Conservan, además, la ancestral costumbre de enterrar a los muertos en torno a la iglesia, de tal manera que cuando ves una iglesia en Galicia es casi seguro que a su lado se alzarán unas paredes rodeándola conteniendo nichos y panteones familiares.
Poco más adelante me encuentro con la capillita dedicada a Santa Gema de la que ya he hablado. Está formada por una crucecita sobre la que hay un retrato de la Santa. Tras la cruz, alguien ha colocado una foto de la misma en la que la santa mira con intensidad y tristeza. Su melancolía me mata. No sé cuando vivió, pero no debió ser hace mucho, pues la fotografía parece del natural, no es un cuadro.
No mucho después me encuentro con otra pequeña sorpresa: una cruz sobre unas piedras que forman casi una pirámide. Son, cómo no, piedras que ha dejado la gente. También hay efectos personales abandonados. Se trata, sin duda, del lugar exacto que marca realmente los cien kilómetros hasta Santiago (el camino debe actualmente rodear el aeropuerto de Santiago antes de entrar a la ciudad, y por lo tanto tiene unos dos kilómetros más de lo que marcan los indicadores). Miro con curiosidad y respeto el montón de piedras y cosas abandonadas. Pienso durante unos breves segundos qué dejar, pero no me decido. No sé qué es lo que podría necesitar. Alguien ha dejado una banda para el cuello que me llama la atención. Pone: “Jesús, tu mochila y tú”. Eso es lo único que necesitas, que necesito, añado yo.
La niebla ha desaparecido cuando llego a Portomarín. El sol me aplana. Para llegar al pueblo hay que cruzar un puente de impresionante altura. A los pies de ese puente está el antiguo, mucho más bajo, que sin duda quedará inundado por el Miño, del que en esa parte han hecho un embalse, cuando las aguas suban. Junto al puente antiguo se ven restos de los basamentos del antiguo puente romano. Parece ser que cuando hicieron la presa tuvieron que trasladar el pueblo a un lugar más alto, a la cumbre de una colina que atalaya el río y el valle, para evitar que se inundara. Al final del puente me he encontrado con unas escaleras que llevan directamente a un arco, sobre el que hay una capilla dedicada, creo, a una virgen. Tras las escaleras, el caminante debe seguir, subiendo la calle. Este pueblo ha sido para mí una parada técnica. También he aprovechado para comprar una cucharilla para Carlos y una concha de peregrino para mí. La cuelgo orgulloso sobre mi pecho y me siento más metido en esta aventura de ser un caminante en busca de Santiago. La iglesia de Portomarín, me cuenta un ciclista que me saca una foto mientras pongo cara de orgullo, es nueva. Pero no así su portada, que fue rescatada de la iglesia antigua que hoy inundan las aguas.
El camino vuelve a salir de Portomarín por otro puente, este de chapas, que retumban y parecen vacilar en el vacío. Ya es más de la una del mediodía y no he comido, tan sólo un café con leche y un trago de agua de la cantimplora con algunas hormigas que estaban pegadas al borde y que no pude evitar tragarme. El camino se vuelve más pesado. Cuesta seguir con el sol del mediodía. Además, paso muchos minutos solo, sin ver a nadie, ni siquiera veo durante largos trechos ninguna señal de que estoy en el buen camino. No sé cuándo voy a llegar a mi destino: Gonzar. Sólo confío en que mis pies me aguanten, y sigo andando. No llego a Gonzar sino hasta las 15:30. Sin comer prácticamente nada. Sólo me he detenido en el kilómetro ochenta y cuatro a comer un trozo de la rosquilla de tía Petra. Tía Petra siempre guarda una para cada uno de sus sobrinos y sobrinos-nietos. Pero tienen que ir a por ella. Es su modo de decir que se acuerda de ellos, ya que no tiene hijos. Se trata de rosquillas bastante secas, pero yo le agradezco que me guarde todos los años una para mí. Eso sí, cuando la he empezado a comer hoy casi me muero atragantado. Probad si no comer una rosquilla seca cuando lo que más bien tenéis es sed y las migas se quedan pegadas por la aparte de abajo de vuestra lengua, que por cierto está seca como papel de lija. Probadlo y luego me contáis.
Cuando llego a Gonzar soy de los primeros y hay camas de sobra ¡Yupy, puedo elegir! Siento que he muerto y he resucitado, porque estoy en el cielo. Como un bocadillo con más hormigas, aunque cada vez quedan menos y las que quedan están medio muertas. También miro mis ampollas. Tengo una en el pie derecho, debajo del dedo gordo. Decido atravesarla con un hilo. Mis vecinos de al lado me observan en silencio mientras lo hago. Creo que no les gusta el espectáculo. Cuelgo mi ropa después de lavarla. No tengo pinzas, así que la tiendo usando para ello nudos que arrugan la ropa ¿Por qué no dicen esos maravillosos folletos que me dieron en la asociación de amigos del camino de Santiago en Bilbao que hay que traer pinzas?
Gonzar es un típico pueblo gallego. Salgo a dar un paseo y hago fotos a todo. La iglesia me gusta mucho. Me recuerda a la iglesia de Taizé, en Francia, en la que está enterrado el padre Roger. Veo en un terreno una gallina seguida de cerca por sus pollitos. Me recuerda al pueblo, a mí mismo cuando era pequeño. Solía perseguir a los pollitos de mi tía Nica (hermana de mi tía Petra y de mi madre). Me llamaban mucho la atención, los cogía en mis manos y los acariciaba, y a veces los llevaba al pesebre donde tenían pienso y, agarrados de las patas, los metía de cabeza en él para que comieran. Como es lógico, algunos de ellos acababan muriendo. Al ver esos pollitos, algo en mí de ese niño cogepollitos renace. Intento sacarles una foto. Ellos, tanto la gallina como los pollitos, se alejan. Yo me meto un poco en el terreno donde están, buscando un buen ángulo. En ese momento, unos perros ladran y decido salir de donde estoy. Continúo por la calle donde iba andando, pero un hombre, sin duda el dueño de los animales, mira enfadado hacia donde yo estoy y me dice que me vaya. El que va delante de mí, un peregrino extranjero, cree que se refiere a él y no sale de su asombro, pues no sabe por qué le echan de una calle pública a él, que encima no ha hecho nada. Pero yo creo que es a mí a quien se refiere. Hago un gesto que significa: “tranquilo, ya me voy”, y doy media vuelta. Qué vergüenza, pillado como un vulgar niño que juega a engañar a los adultos. Y es que no somos tan diferentes de cuando éramos niños. Tenemos los mismos miedos y deseos que entonces, y en cuanto el ligero barniz de la educación desaparece, aparece el pequeño Jesusín de antaño corriendo para coger pollitos.
Hoy el camino ha sido duro. No he conseguido imaginarme ni un momento que ella estaba junto a mí. Tal vez porque prefiero imaginármela sonriente, como ayer, sin sufrir. De todos modos, estés donde estés, buenas noches también a ti.
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