Celebración eucarística: Domingos a las 11:00h - ¿cómo llegar?

El camino de Santiago (28.04.2011)

28-IV-11:

Pedrouzo (Lugo):

“La lengua de los sabios da lustre a la sabiduría: hierve en sus necedades la boca de los fatuos” (Proverbios, 15, 2). Éste es el proverbio que escojo al final del día para reflexionar. También leo Hechos 17, 15-33, un capítulo que me gusta mucho, donde Pablo está en Atenas, cuna del pensamiento occidental y de la curiosidad científica. Ahí, los atenienses, gente muy religiosa y que no querían desagradar a ningún dios, tenían un altar dedicado al dios desconocido. Pablo, aprovechándose de ese hecho, les intenta convencer de que ese dios que no conocen es el único, que es Jesús, que murió y resucitó. Pero llegado a este punto, todos los que le estaban escuchando consideraron que lo que estaba diciéndoles no eran más que tonterías, y sacudiendo la cabeza se alejaron. Pero uno de ellos se quedó, un tal Dionisio, que como el lugar donde se había producido la charla era conocido como el Aerópago (el ágora, la plaza pública), después fue conocido como Dionisio el Aeropagita. Él fue el origen de los cristianos en Atenas. Como vemos, a Pablo no le hicieron caso, pero tuvo la ocasión de explicarse. La ocasión de hablar, la oportunidad a la hora de decir lo correcto a las personas correctas. Eso es más valioso que el oro.

Si algo te enseña el camino es el valor del silencio y de la palabra adecuada dicha en el momento adecuado.

Todas las mañanas (desde el primer día, y ya llevo dos sin contar la jornada que hoy he hecho y cuyo relato ahora empiezo) me encuentro con un chico de aspecto oriental que sólo habla inglés (yo no le he oído hablar en otra lengua) que va fatal. Ayer me lo encontré en el albergue por la tarde. Había llegado, como yo. Me sorprendió agradablemente. Por la mañana le había adelantado fácilmente, caminaba con un paso terriblemente pausado, como si le doliera todo, y con los pies muy separados de las punteras, como si temiera hacerse daño al andar. Pero ¿adónde va este infeliz? me dije, no va a llegar ni a la vuelta de la esquina. De ahí mi asombro cuando anoche le vi, con su andar cansino y dolorido, pero en el albergue. Había llegado. La diferencia con la escena de esta mañana es que entonces yo estaba en forma y sin dolores y cuando nos miramos anoche los dos caminábamos mal. Él caminaba mal por lo que fuese (ampollas, me imagino), y yo caminaba mal por lo que sabía (las ampollas de mis pies). Los dos estábamos hermanados en el dolor, nos miramos y sonreímos. Esta situación, además, me enseñó una cosa importante: todo el mundo puede hacer el camino, mientras tenga pies y capacidad de caminar, y me imagino que aún en ese caso habrá modos de hacerlo. Lo que quiero decir es que no hace falta ser un superhombre para hacerlo, las niñas que vi ayer, ancianos, jóvenes entrenados y gentes de todas las edades y condiciones lo hacen. Lo he visto.

Hoy he vuelto a ver a mi amigo oriental, le he adelantado porque todavía me encontraba fresco, y he dicho al pasar que su caminar parecía mejor que el de ayer. Él me lo ha agradecido con una sonrisa y diciéndome que yo era muy amable. Siempre sonríe y sabe decir “buen camino”, que he descubierto que es el saludo universal. Lleva un muñeco hecho con un globo tipo “salchicha” como mascota. Parece un buen chico. El momento oportuno de decir las cosas, de animar al que no puede, y de recibir con agradecimiento lo que te dicen. Eso es algo hermoso que puede suceder en el camino.

Un hombre con el que hablé ayer, un italiano de aspecto quijotesco, siempre está cantando. Al hacérselo notar, él me comentó que, en efecto, él había cantado mucho durante todo el día. Dijo que el camino es una maravilla, y se le nota que lo dice de corazón. Dice que es la libertad. Yo también canto, a veces, por lo bajinis, depende de qué me dé por cantar. Pueden ser canciones de iglesia o de “Los cuarenta principales”. Quién sabe. Yo digo que el camino es un regalo. No sé de quién es, pero es un regalo para el hombre.

Hoy he recorrido treinta y cuatro kilómetros (de Melide a Pedrouzo). A veces he creído que no lo iba a poder hacer, pero sólo se trata de poner un pie frente al otro y seguir sin preocuparte de cuándo vas a llegar. Los de siempre me han acompañado, tú también has estado conmigo, porque nadie hace el camino solo. Lo haces con tus recuerdos, con tus esperanzas, con tu vida.

De manera que hay dos caminos: el camino de fuera, el que sufres y disfrutas, el que ves; y el interior, el que te abre puertas, sin que tú te des cuenta, en tu corazón. Nadie que viene al camino sale igual que vino, creo yo. Puede que ni siquiera sepas por qué vienes: por interés cultural, religioso, de superación personal… no importa. Puede que hayas hecho una promesa, puede que quieras ver al santo y abrazarlo, pero el camino nunca te deja indiferente, porque es un fiel reflejo de la vida y las opciones que tomas en ella. Por eso, el resultado del camino siempre es el mismo: tú. En el camino te encuentras a ti mismo, con tus miedos, con tus frustraciones, con tus desafíos, tus éxitos y tus fracasos. Eres tú el que sale del camino en el más puro sentido esencial, es decir, sin contaminación de nadie más. En el camino, lo hagas solo o acompañado, sale tu yo, sin influencias de nadie más. No puedes echar la culpa a nadie de haber caminado más o menos, de haberte enfadado, cansado, sufrido o llorado. Todo lo que vives en él eres tú y parte de ti.

No desaproveches el camino, no lo disfraces de otra cosa: turismo, religiosidad, superación deportiva… No impidas que su ola de verdad llegue a tu corazón. Nadie necesita más ser tú mismo que tú.

Esta mañana, nada más levantarme, he ejercido de intérprete entre las dos mujeres del bar y un grupo de mujeres extranjeras ya mayores, que intentaban inútilmente entenderse con ellas. Querían trasladar por taxi sus mochilas a Santa Irene, al final de etapa, y las del bar no conseguían decirles que en Santa Irene no había nadie para recoger las mochilas, pero sí en Pedrouzo. Yo creía que la extranjeras eran inglesas, y por eso he hecho la típica broma confidencial con las del bar, una vez ayudado a aclarar lo que las mujeres querían decir. No hay quien los entienda, he dicho por los ingleses, claro, viven en una isla y conducen al revés… Luego he oído conversar a las extranjeras en una lengua que creo que era alemán. La incomunicación, siempre la incomunicación. No es algo exclusivo de estirados ingleses que no se dignan a aprender otra lengua fuera de la de Su Graciosa Majestad, también puede darse entre unas gallegas y unas teutonas.

Al salir del café, he sacado una foto a un monumento en piedra dedicado a un peregrino noruego que murió aquí, en Melide, en 1996, Ese monumento para mí tiene un valor especial. Recuerda que has de morir, parece decirme. Sí, es cierto, no soy invulnerable, el camino me enseña su cara cruel al principio del día.

Hoy he visto cosas maravillosas. A los pocos metros de iniciar la etapa me he encontrado con la iglesia de Santa María de Melide (siglo XII). Está situada en una especie de plaza presidida por un cruceiro y al lado de una casa de la que luego hablaré. Centrándome en la iglesia, la verdad es que me ha parecido cautivadora. He sacado fotos de la puerta lateral, de sus arcos, para lo cual he tenido que acceder al recinto por una verja, de su ábside… Cuando ya parecía que no había nada más que fotografiar, según me iba he descubierto otra puerta, esta situada en la parte delantera de la iglesia. Me he acercado y he observado que sus arcos estaban decorados con signos extraños ¿serían celtas, o quizá de otra cultura? Me han recordado, inevitablemente, los símbolos extraños que tenían que combinar los protagonistas de la película “Stargate” para ir a otra parte del universo. Inmediatamente, mi imaginación ha viajado en el tiempo, observando con ojos admirados cómo una civilización alienígena venida de no sé qué galaxia había enseñado a los antiguos habitantes de la zona ciencia, cultura y arte venidos del otro lado del universo. Sin duda, esos signos eran lo único que quedaba del contacto con esos extraterrestres, me ha susurrado en el silencio de la mañana mi desbocada imaginación. Quién sabe. Pero lo más probable es que haya una respuesta lógica. O sea que he dejado de lado esas fantasías. Justo enfrente había una casa que también ha llamado mi atención. Una sencilla casa con la fachada de piedra y una placa situada encima del número que hace de la calle, donde se explica que “Aquí vive aboa de Melide Concepción Segade Mejuto en lembranza do seu centenario”. Que puede que signifique: “Aquí vive la abuela (aunque “avoa” es con “v” en gallego) Concepción Segade Mejuto en recuerdo de su centenario”. Saco una foto a la casa y continúo, invadido por una curiosa sensación de añoranza y tristeza, como si ese pequeño rincón fuese ya una esquina de mi alma.

A partir de ese momento… mucho sufrimiento, y puntuales encuentros con gente que ya conozco y a la que saludo con ilusión. Me encuentro con una pareja de colombianos que ya había conocido al final de la primera etapa. Van cuatro, dos chicos y dos chicas, dos parejas. Esta parejita que me he encontrado hoy es la que siempre suele ir delante, mientras que a la otra parece que le cuesta más. Él tiene aspecto de deportista y pelo rizado. De la otra pareja recuerdo que él tenía la cara amable, y su pareja una agradable cara aniñada. No los vuelvo a ver, aunque a la pareja que digo que me he cruzado hoy sí. Me encuentro con otra pareja, estos españoles. Vienen de León y me cuentan que está haciendo un tiempo maravilloso, que hace unos días les pilló una granizada. Yo doy gracias, porque estos días me está haciendo buen tiempo. La pareja me hace una foto al lado de una casa muy hermosa que tiene delante el coincidente nombre de “Villa Chus”, je, je, me hace gracia porque algunos me llaman así. Mira por donde encuentro una mansión para mí en Galicia. La verdad es que la casa es preciosa. La pareja me dice que llevo mucho peso, y encima que la mochila la llevo muy baja, que debo tener la espalda destrozada. Ya lo sé. Pronto me despido de ellos, pues quieren parar un rato y yo quiero continuar. Luego les he vuelto a ver junto con la pareja de colombianos, el deportista de pelo rizado y la otra. Iban a un ritmo más fuerte y me han pasado.

He parado un momento en un pueblo, Arzúa, nombre que me ha parecido vasco (y además las montañas que lo rodean aumentan el parecido, durante un momento he creído estar en un pueblo del interior de Vizcaya). Ahí he tomado un café y descansado un poco. Justo cuando me iba, uno de mis compañeros de albergue, el madrileño que ocupaba la litera vecina, ha llegado. Se ve que yo he sido más madrugador, pues en cuanto al ritmo, creo que él no lo lleva malo. Charlamos un rato y yo continúo el camino. El oriental de barbitas que siempre va sonriente y con su ritmo cansino me ha adelantado en Arzúa. No lo he vuelto a ver. También en esta mañana he visto, no me acuerdo cuándo, a otra compañera del albergue de Melide: la mujer que dormía debajo del madrileño que acababa de ver yo ahora mismo. Estaba sentada tranquilamente tomando el café de media mañana.

También he visto más placas de gente que ha muerto en el camino o tras haberlo acabado. Una de ellas me impresiona, es de un seminarista que murió joven tras acabar el camino. En la placa aparecía su retrato en relieve y como homenaje a su vida escrito: “Las huellas del Señor no son invisibles ¡Tu vida es una de ellas”, y también:“El que pierda su vida por mí, la encontrará”. Ambas frases resuenan en mi corazón como un aldabonazo. Me gusta especialmente la segunda, sacada de la Biblia, es muy trascendente para mí. Si alguien es capaz de influir en la vida de los demás lo suficiente como para que le escriban frases como esas, eso quiere decir que esa persona ha sido amada, no por ser quien ha sido, sino por lo que ha representado para los demás. Ese joven seminarista, no me cabe duda, fue para muchos una imagen de Jesús en la tierra. Gracias por ese tipo de gente, Señor. Pero el seminarista no es el único que ha perdido su vida tras hacer el camino, una placa en inglés nos habla de una señora irlandesa que, tras hacer su segundo “camino” consecutivo (escrito así, en español aunque el cartel estaba completamente en inglés) murió en 2003. De alguna manera, estos muertos se convierten en compañeros del camino a los que saludo y les deseo “buen camino”.

También te puedes encontrar con gente curiosa. Los lugareños pueden ser fuente de interminables anécdotas. A mí me ha sucedido una hoy. Yo iba tranquilamente andando, aguantando mis ampollitas, cuando llegué a una aldea compuesta, como siempre, de un conjunto más bien pequeño de casas de piedra, un bar donde unos peregrinos estaban sentados y algún hórreo. Tras pasar el bar y desearnos mutuamente “buen camino” tanto yo a los del bar como ellos a mí, me encontré con una mujer, la protagonista de la anécdota. Era muy mayor, pequeña, pues no me llegaba a la cintura, con la cara arrugada y regordeta como un genio del bosque. Su cabeza estaba cubierta con un sombrero oscuro, del mismo color que sus ropas, lo cual acentuaba su aspecto de personaje de cuento de hadas. Me disponía a saludarla y cruzármela sin más cuando ella, haciendo caso omiso de mi saludo, se ha plantado delante de mí y me ha preguntado con resolución:

– ¿Hombre o mujer?

Yo me he quedado helado, sin saber qué responder. No sabía a qué se refería.

– ¿Quién? – he preguntado absolutamente sorprendido.

– La persona del bar ¿O es que no entró?

– Yo no he entrado para nada al bar. Si quiere saberlo entre y se enterará… – …y a mí déjeme en paz, me hubiera gustado añadir.

El pequeño trasgo del bosque ha apretado los puños, ha arrugado su cara de patata en un gesto de crispación e impotencia, y se ha ido, enfadado, pensando en sus cosas. Parecía decir “ni para esto me valen a mí los peregrinos, que fastidio”.

A partir de Arzúa mi ritmo se ha ralentizado. Parecía que todos me estaban adelantando. Yo sé que el camino no es una competición, cada uno debe ir a su ritmo, y por eso no me he preocupado. Otra de las cosas que he aprendido en el camino es que, como no puedo hacer que el lugar al que quiero ir esté más cerca, lo único que me queda es seguir andando sin preocuparme, y ya llegaré. A partir de Arzúa casi no he parado. Sólo en Santa Irene, a pocos kilómetros de Pedrouzo, mi final de etapa, resistiendo la tentación de hacerlo en cualquier otro restaurante y bar del camino, aunque ganas no me faltaban. Este pequeño albergue, que al principio yo había planeado que iba a ser el final de mi etapa, es donde he descansado por segunda vez en mi jornada. Es un buen sitio para hacerlo, pues está al final de una subida y justo antes de una cuesta abajo que dura casi hasta Pedrouzo. En el bar de Santa Irene he comido unos cacahuetes y bebido un Isostar o un Aquarius, ya no recuerdo. La impaciencia por llegar me ha impedido acabar con todos los frutos secos, aunque sin lugar a dudas este aporte de calorías ha hecho que vaya después mejor en el trecho que quedaba.

A lo largo del camino hoy he tenido también otros dos encuentros. Me he encontrado con lo que yo creía una familia catalana, pues parecían hablar en esa lengua. Uno de ellos, que yo he confundido con el padre de la familia, me ha saludado, como si me conciera. Luego, según avanzaba en el camino, iba recordando. ¿Dónde había visto yo esa cara? De repente, se ha hecho la luz en mi mente. Recordaba al hombre. Había llegado la tarde anterior al albergue de Melide. Era de Valencia, no de Cataluña, un experto en el camino, pues lo había recorrido ya una vez entero, y había hecho el camino de la costa pasando por Guernica. Al principio creí que era de Palencia, pues cuando le pregunté de dónde me venía, me dijo que de Carrión de los Condes. Claro que, en el camino, si alguien te pregunta de dónde vienes puede ser que se refiera a desde dónde estás haciendo el camino, que es lo que él me entendió. Sospeché que no era de Palencia cuando empecé a preguntarle si conocía pueblos de la provincia y no tenía ni idea. Me dijo que ese día había recorrido cuarenta kilómetros. Sorprendido, le pregunté si los había hecho en bicicleta. No me lo podía creer. ¡Cuarenta kilómetros! Como yo tenía curiosidad por saber cómo era el camino de la costa, pues pasa por mi barrio, este continuó diciéndome que ese camino, y sobre todo la parte que pasa por el País Vasco, era algo precioso. Me dijo que en Guernica el camino te llevaba por una lengua de arena y al final tenías que montar en una barca para cruzar al otro lado de la ría (me imagino que sería la ría de Guernica). Tenía buenos recuerdos de ese camino. Y yo, sólo con oírselo comentar, me imaginé andando sobre la arena húmeda, avanzando por el camino, y deseé estar en ese lugar una tarde de primavera mientras el sol se ponía entre nubes y la brisa soplaba. Desde el momento que tuvimos esa conversación tengo en mi corazón el deseo de hacer esa ruta.

También me he encontrado a un grupo de francesas (al menos hablaban francés). Se han detenido junto a una fuente, pero no han bebido. Yo, que podía leer y entender los carteles, les he señalado que el agua era potable. Sólo aprendí de mi último viaje a Francia varias expresiones, una de ellas es “De l’eau, per boir”, “El agua, para beber”. Es un francés muy macarrónico y no sé si es correcto, pero ellas parece que lo han entendido. Es más, una de ellas quería iniciar una conversación, pues ha creído, sin duda, que yo sabía francés, pero yo he hecho como que no la había oído y he seguido mi camino. Es una pena no saber todas las lenguas del mundo. En fin, “je sui desolée”.

Al llegar a mi destino, Pedrouzo, nada más entrar en las primeras edificaciones del pueblo, unos señores que estaban apostados junto a una caravana han insistido a gritos para que cogiera un palo para andar. “Stick, stick”, me decían a grito pelado, pues estaban a bastante distancia. Yo me he girado y he visto, apoyado en un muro, varios palos, casi troncos, de diferentes alturas. He cogido el que me ha parecido el más adecuado, agradeciéndoles el detalle con un gesto. Deben de formar parte de la liga “ningún peregrino sin bastón”. Poco después de haberme avituallado con la vara, ya entre las casas del pueblo, unos peregrinos franceses me han adelantado. Hablan español y entablan una rápida conversación conmigo. Dicen que vienen de Bayona, y yo les pregunto, porque me surge la duda ¿De Bayona, de Francia o de Baiona, de Galicia? Lógicamente de la de Francia, qué pregunta más tonta, el cansancio sin duda me ha hecho dudar en algo evidente. Continúo con mis preguntas. Luego, si venís de Bayona sois vascos. Ellos me dicen que no, que son franceses. Que quede claro. Tras esto se despiden, pues han llegado a su pensión.

Cuando llego al centro del pueblo he perdido el rastro del camino. De hecho, el valenciano experto en el camino, al cual vuelvo a ver luego, cuando salgo a cenar algo, me dice que el camino da un rodeo y llega al albergue municipal, cosa que yo no he visto, ese rodeo, no sé cómo, me lo he comido. El caso es que tengo que preguntar dónde está el albergue. Estoy molido y necesito descansar, han sido treinta y cuatro kilómetros, la etapa más larga. Pero ha merecido la pena. El vecino del pueblo al que pregunto me dice que siguiendo la carretera, junto a la gasolinera. Yo continúo andando y al poco veo un cartel de un albergue privado. Los albergues privados cuestan el doble que los públicos (es poca la diferencia: los públicos cinco euros y los privados diez, pero yo he llevado el dinero justo y sólo quiero usar la tarjeta para pagar, no para sacar dinero con ella). Pasando del albergue privado, continúo. Pero poco después veo otro albergue y, sin saber si es público o privado, me meto. La verdad es que tiene una pinta estupenda y yo estoy agotado. Además, el albergue es el “Puerta de Santiago”, del cual he oído una cuña publicitaria por unos altavoces antes de llegar al pueblo. Ha sido una cosa curiosa. Yo estaba andando y me he encontrado con un carro de madera con un cartel publicitario que anunciaba el nombre de este albergue. El caso es que el carro tenía a su lado un altavoz que estaba dotado con algún mecanismo que, cuando percibía que pasaba alguien a su lado, lanzaba un mensaje grabado de bienvenida, repitiendo el nombre del albergue. El resto del tiempo el altavoz estaba en silencio. Ese nombre se me ha debido quedar y, en cuanto lo he visto esta tarde, me he metido dentro. Lo que hace la publicidad. Bueno, de todos modos es un sitio acogedor, de dos plantas, con un pequeño patio interior que da luz a la habitación de abajo. El patio está acristalado y así el peregrino puede ver un jardincillo con plantas situadas al lado de las literas, aunque separadas netamente de ellas por los cristales. En toda la estancia suena una música relajante. Las paredes están pintadas de un tranquilizador verde. Arriba, aparte de otra habitación, hay un hermoso patio donde yo escribo mis impresiones del día y tiendo la colada. Gracias a Dios hoy he conseguido pinzas y espero que toda la ropa se seque, y no como otras veces, que he tenido que llevar los calcetines o los pantalones colgando de la mochila para que se sequen según ando. Puede que la gente que conozco esté en otro albergue. Eso espero. O que se hayan quedado en Santa Irene. Quién sabe. De todos modos, sé que mañana, si no me fallan los pies, será mi última etapa. Ya lo veo al alcance de la mano. Sólo hace falta aguantar y tener fe. ¡Ultreia!

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