El camino de Santiago (29.04.2011)
29-IV-11:
Santiago de Compostela:
En Hechos, 18, 1-17 hay unos versículos que, hace muchos años, creí que estaban dirigidos a mí. En este fragmento, que en este día me ha tocado leer, se cuenta que Pablo llega a Corinto. Ahí, como en las demás ciudades por las que pasa, intenta convencer a los judíos para que se conviertan al cristianismo, pero no lo consigue, y por eso comienza a predicar a los gentiles temerosos de Dios (es decir, aquellos que, no siendo judíos, siguen sin embargo con una cierta devoción los ritos de dicha religión). Eso causa, como otras veces, un gran enfado a los fieles más recalcitrantes y a los dirigentes hebreos que, no pudiendo soportar ese desprecio, se levantan y llevan a Pablo al tribunal, del cual sale libre al final. El caso es que, como decía, hay en este texto unos versículos que yo, hace muchos años, creí que estaban dirigidos a mí, es decir, que creí que Dios me hablaba por ellos. Me refiero a los versículos 9 y 10. En aquella época era joven, y estaba entusiasmado con la idea de hablar a la gente de Dios y de ser una especie de profeta que, cuando abriese la boca, los convirtiese a todos. Era idiota. Era idiota y, además, la gente de mi entorno no sólo no se convertía, sino que me miraban como un bicho raro y debían pensar: “Pero a este tío ¿qué le ha pasado?”. Como las cosas no salían como Dios manda (perdón, como yo quería que saliesen) y la gente no se convertía, yo, estando un día en oración dije: “Voy a abrir la Biblia al azar y lo que lea será lo que Dios quiere que haga con respecto a todo esto”. Al azar, salió el libro de Hechos. Al azar, salió el capítulo 18 y leí lo que apuntaba mi dedo, puesto sin mirar en un punto de ese capítulo. En este punto, se dice que Pablo está muy desanimado (como yo entonces, qué casualidad) porque los judíos no se convierten cuando predica (como yo cuando hablaba hasta cansarlos a mis amigos, y familiares, fíjate). Y Dios ¿qué hace?: “Entonces el Señor apareciéndose una noche a Pablo, le dijo: No tienes que temer, prosigue predicando, y no dejes de hablar: pues que Yo estoy contigo: y nadie llegará a maltratarte porque ha de ser mía mucha gente en esta ciudad.” La ciudad era Corinto y la persona Pablo, pero yo lo trasladé a Bilbao y a Jesus inmediatamente y me vi siendo el mejor predicador cristiano del mundo, ante cuya voz todos se convertirían. Paparruchas. En contra de este hábito de elegir al azar un versículo se dice que uno que así lo hizo le salió el versículo en el que dice: “entonces cogió una cuerda y se ahorcó” (se refiere a Judas, claro, después de traicionar a Jesús). Asustado, el que así había leído reflexionó: “esto no puede ser de Dios, voy a probar abrir en otra parte de la Biblia y ahí seguro que encuentro algo”. Así lo hizo y le ponía: “Haz tú lo mismo”. No te fíes del azar, Dios no juega a los dados, ni toma tu dedo índice y la Biblia como si fuera su teléfono móvil particular. Al menos, a mí no me ha pasado hasta ahora.
Para completar mi reflexión vespertina, al final de mi jornada, he leído el salmo 65 (para algunos 66), donde habla de alabar a Dios, es un salmo que me imagino que se usaba para entrar en el templo, pues dice: “Entraré en tu Casa con holocaustos…”. Los judíos de la época de Jesús no tenían muchos templos. Sólo uno: el de Jerusalén. Así pues, era un templo enorme y muy lujoso. Y hoy he visto, ciertamente, algo parecido a lo que sería el templo de Jerusalén en un día de fiesta. Ahí también he visto peregrinos y celebraciones, y cantos, y sacrificios (a la misa también se le llama “sacrificio”). Pero antes de describir el final, vamos por partes.
Me he levantado muy temprano, a las seis de la mañana. No era que yo hubiera puesto el despertador a esa hora, era que la impaciencia me podía, y me había despertado varias veces de noche. Sabía que estaba a una jornada del final, veinte kilómetros escasos. Pero había que hacerlos y estaba deseando empezar. Tras un poco de aseo, me he dirigido al bar más cercano. Llevaba al entrar el bastón que me habían regalado a la entrada del pueblo, pero a la salida ya no lo tenía. No formaba parte de mí. No formaba parte de mi camino, y por eso lo he dejado olvidado en el bar. Cuando he salido, era de noche todavía. Desconcertado, he seguido las flechas, que me han llevado de nuevo al camino por donde había llegado al alberque el día anterior. No era que ahora fuera mal, era que entonces, al entrar al pueblo, me había equivocado y había perdido el camino por un tiempo. Por eso no había visto el albergue municipal y me había metido en otro. He llegado cerca de donde el día anterior cogí el bastón. Ahí me he encontrado con más gente. Al principio, dos mujeres, también perdidas, como yo, pues no encontrábamos las flechas en medio de la oscuridad, luego alguno más se ha unido a nosotros. Yo tenía una pequeña linterna en la mochila, pero sé lo que cuesta quitarse la mochila y volvérsela a poner, y he preferido no hacerlo. Gracias a Dios que las dos mujeres llevaban linternas, y nos han guiado a todos a través de un bosque en el que de otro modo hubiera sido imposible ver las flechas. Al cabo de unos pocos minutos la claridad era suficiente, y además el bosque se iba llenando de claros, así que he abandonado la compañía de las dos mujeres, pues yo iba a un ritmo un poco más rápido. Siempre me pasa igual. A primeras horas de la mañana voy a buen paso. Después, comienzo a agotarme y acabo para el arrastre. Me adelanta mucha gente. O eso es lo que creo yo, quizá hay muchos que van peor, pero yo solo veo a los que me adelantan.
El día anterior, cuando pregunté si era muy dura la última etapa, me dijeron que no, que eso estaba “chupado”. “Una subidita de nada”. Hoy, mientras peleaba con el camino, me he sentido engañado. La cuesta antes de llegar al aeropuerto se me ha antojado larguísima. No hacía más que repetirme una y otra vez: “caramba con la subidita”. Por el camino he visto, encima de las piedras que marcaban los kilómetros, más ofrendas: botas, algunas de ellas muy rotas, testigos mudos de la dureza del camino, del sufrimiento. El día anterior, en el pueblo en el que he descansado, vi una camiseta que ponía: “Sin dolor no hay gloria”, y aparecían unos pies llenos de tiritas. Es cierto, el camino te machaca los pies, pero ¡qué hermoso es!
Cuando llego al cartel que me anuncia que estoy entrando en el municipio de Santiago saco una foto. Estoy exultante. No es que esté entrando en Santiago, es sólo un cartel a las afueras, cerca de la pista de aterrizaje, pero coincide que acabo de subir una cuesta larga y todo parece ir rodado. Casi me parece estar viendo Santiago. Sin embargo, queda mucho.
Llego a una capilla, en cuyo interior unas placas dejan constancia de que en dicho lugar hay recogidas numerosas reliquias de diversos santos, y que si se reza a ellos habrá indulgencia de ochenta días. Y digo yo: ¿eso de la indulgencia no es que se te perdonan los pecados? Entonces no entiendo, si hay indulgencia de ochenta días ¿qué quiere decir, qué durante ochenta días se te perdonan los pecados y luego no? ¿Qué ocurre con los pecados que se te han perdonado durante ochenta días, vuelven a tu “cuenta corriente” de pecados pasado ese plazo? ¿O es que durante esos ochenta días puedes pecar lo que te dé la gana, incluso cometer el pecado más horrible, y no se te tiene en cuenta? Me lo expliquen, que no lo entiendo.
A la salida de la capilla de las reliquias hay un traje de peregrino al estilo de los que se usaban en la Edad Media preparado para todo aquel que quiera sacarse una foto de recuerdo, pero yo no le hago ni caso. Impresionado por el misterio y el silencio que envuelve la capillita, situada entre árboles, le pido a una pareja de señores de mediana edad que me hagan una foto. El hombre es tímido, responde en gallego algo que interpreto como una excusa cuando le digo que me haga la foto. Supongo que se disculpa, que no quiere, por vergüenza, echar la foto y que luego salga mal y le digan que ha sido culpa suya. Maldita sensación de culpabilidad mamada desde pequeño y llevada como una losa hasta la muerte. Parece ser la enfermedad crónica de muchos sitios, incluida Galicia. Yo le animo, le digo que es fácil, le explico cómo tiene que sacarla. Así lo hace, y además le enseño en la pantalla cómo ha salido la foto. “¿Lo ve?”, le digo, “está usted hecho un profesional”. El hombre sonríe tímidamente, no sabiendo dónde meterse.
Continúo mi camino. La cuesta se recrudece, y los que me encuentro en la subida parecen ir empujados por la impaciencia. Me adelanta una chica que he encontrado en el albergue ayer. Es pequeñita y de aspecto tímido y desvalido. La primera vez que la vi estaba hablando con el hombre de recepción del albergue, creo que le estaba informando de cuál era su litera, dónde estaban los baños, etc, etc, pues acababa de llegar al albergue. Yo ya había llegado hacía tiempo, pero también tenía que hablar con el de recepción por una duda que tenía, y, mientras esperaba mi turno para ser atendido, me la quedé mirando y ella me miró también. Creo que teníamos ambos la impresión de que ya nos había visto en otro lugar, era como si su cara formara parte de un “dejà vu”. Posiblemente la había visto en otro albergue o en otra jornada, y por alguna razón su rostro se me había quedado grabado en la memoria. Y creo que a ella también le había sucedido lo mismo. Luego fui a cenar a un bar, escogí una mesa de cuatro plazas y me senté. No había nadie en mi mesa y muy pocas persona ocupaban las otras del bar. Al poco rato, ella entró, también para cenar, y el camarero la sentó frente a mí, sola, en otra mesa. No es que nos estuviéramos mirando, de hecho, desde mi mesa la veía de perfil, de modo que para mirarme ella tendría que haber girado un poco la cabeza, cosa que no hizo. No sabía de donde era, pero era extranjera y se comunicaba en inglés. Me dio la impresión de que estaba un poco perdida. Respondía a las preguntas del camarero con nerviosismo, molesta, como una niña que no quiere ser el centro de atención de una fiesta cuando le piden que toque el piano ante un montón de invitados. En ese momento pensé que podía iniciar con ella una amistad, pero algo me frenó. Puede que se hubiera sentido mejor si encontraba un amigo, alguien con quien hablar, pero yo no había ido ahí para hacer amigos. Es fácil hacerlos si pones de tu parte, sobre todo en el camino. Hay veces que parece que la gente, en el camino, se te insinúa para ser algo más. Por ejemplo, ayer mismo. Después de cenar teniendo frente a mí a la extranjera solitaria y vergonzosa, entré a tomar un café en otro bar, por cambiar de sitio. Con el café, la camarera me sirvió un trozo de tarta. Le pregunté, inocente de mí, si esa era la famosa tarta de Santiago. La chica, una morena jovencita y con aspecto entre picarón y burlón, se me quedó mirando. “Cómo se nota que nunca la has probado. No, esto se llama labarteira”. “La.. ¿qué?” “Labarteira”, dijo apoyándose en la barra para acercarse más a mí. Al pagar y despedirme, dije: “Labarteira, no se me olvidará”. “Mientras te acuerdes de mi…” respondió ella. Yo me quedé de piedra ¿Había dicho lo que yo creía que había dicho? Caray, hay que venir más al camino. Hoy, mirando a la chica extranjera vergonzosa que me adelanta, pienso en todo esto y digo que no es esto lo que quiero. No es sólo cuestión de timidez, que también, es que no quiero seguirle la corriente a una camarera, ni tener amistad con alguien que no sé ni de dónde es. No quiero iniciar una amistad, por muy atrayente que sea, para después acabar recordando el encuentro y diciendo “¿Qué habrá sido de esta chica?” No quiero a gente entrando y saliendo de mi vida. Quiero estar en paz conmigo. Adiós, chica extranjera, me adelantas y vas con buen ritmo. Y buenas piernas. “Buen camino”. Le digo mientras me adelanta y me mira, y, una vez más, me reconoce. “Buen camino”, me responde con acento extraño. Y continúa. Eso es todo.
Sé que la misa en la catedral es a las doce, y supongo que todos los que vamos aprisa queremos llegar, sin duda será un momento bonito. Lo que pasa es que el corazón está impaciente, y los kilómetros parece que se alargan por momentos. Esa sensación de que cada paso cuesta más se acentúa porque, de repente, las piedras que marcaban los kilómetros que faltan han desaparecido. Un chico joven me pregunta, por esa razón, cuánto queda, y yo solo puedo darle ánimos. El final está cerca, pero no sé a cuánto. Cada vez me acerco más, consulto el mapa comprobando que cerca del monte do Gozo están primero la Televisión de Galicia, y luego el centro de Televisión Española en Galicia. Cuando paso por delante de la Televisión de Galicia me salta de alegría el corazón, ¡en el mapa todo se ve tan cercano, sin duda ya estoy muy cerca! El edificio de la televisión gallega es hermoso, y tiene algo de nuevo imperio televisivo, algo así como una muestra de poder para demostrar que la nueva Galicia surgida tras la transición tiene una dignidad, a pesar de que durante siglos al gallego se le ha menospreciado y, hasta hace poco, si buscabas en el diccionario la palabra “gallego”, te aparecía como sinónimo de “tonto”. La distancia que me separa con el centro de Televisión Española me parece eterna. Cuando al final llego, me llevo un chasco: es un edificio más viejo que el de la televisión gallega (lógico, puede que sea del principio de la transición, cuando, creo, empezaron a funcionar los, así llamados, centros regionales de Televisión Española), además es más pequeño. A continuación, la carretera hace un recodo tras una fábrica y continúa. Esto es interminable. Parece que no voy a llegar nunca. Pero, de repente, llego al sitio. Yo lo recuerdo como un lugar muy señalizado, con muchos carteles y flechas amarillas, propias del camino. Busco con ansia entre tanto cartel el nombre del Monte do Gozo y sigo y sigo, hasta ver una pequeña ermita al pie de la cumbre de una colina coronada por un monumento. Sin pérdida de tiempo le pido a una peregrina que está a mi lado que me saque una foto con el monumento al fondo. En la primera foto salgo con los brazos hacia el suelo, pero en la segunda los extiendo en señal de victoria y liberación. ¡Lo he conseguido! ¡Ciento catorce kilómetros en cuatro días! Para mí ha sido una experiencia que me ha cambiado, y me ha animado a confiar más en mí mismo y no tener miedo. ¡Gracias, Dios mío! Subo al monte, junto al monumento y me abro la chaqueta para que se vea la camiseta de la ikastola donde trabajo, la Ikastola de Deusto. Este viaje también lo he hecho acordándome de mis alumnos. Ellos todavía son pequeños, pero deben saber que hay cosas a las que podrán llegar si ponen empeño, aunque los demás les digan que no. Me fijo en el monumento. Representa el cogote, tan característico, del Papa Juan Pablo II, abrazando por detrás al santo. Bajo a la ermita. Hay un grupo de peregrinos en misa. No sé de dónde son, pero cantan en una lengua rara. Me pregunto si son rumanos, pues su lengua me resulta familiar, aunque no la conozco. Por lo que veo desde la puerta, cada uno de los participantes en la misa tiene un papelito para seguir la liturgia, y a veces interviene el cura. Me acerco a un tío grandullón de barba negra que está casi fuera de la ermita porque no hay sitio e investigo en las palabras de los folletos. Nada, no tengo ni idea de dónde pueden venir. Luego, procedo a descansar brevemente: echar un trago, quitarme la chaqueta, pues hace ya sol y el calor apretará, etc. He estado cuatro horas sin parar y, según mis cálculos he recorrido quince kilómetros. Y son las once. Falta ya muy poco pero, como siempre, hay que recorrerlo. El camino es gozo y sufrimiento hasta el final. Sin dolor no hay gloria. Amén.
Continúo mi marcha, cuesta abajo, casi saltando. Me doy cuenta que, al andar, mi cuerpo adopta ya una posición un poco forzada, provocada por el peso y las ampollas de los pies, que ya están mejor, pero siguen dando guerra. También observo que, bien sea por el peso, bien porque mi cintura ha bajado de volumen, más de una vez tengo que ajustarme las correas que sujetan la mochila, hasta el punto que parece que se me van a juntar la tripa y la espalda, de lo fuerte que debo ponerlas, para que la carga no se resbale una y otra vez de mi espalda. Llego a una carretera amplia, de cuatro carriles, y el camino me sitúa a su izquierda, al lado de los coches que salen a gran velocidad de la ciudad, que ya veo a mi alcance. Paso un puente, donde veo el cartel de Santiago al otro lado, al lado derecho. En ese momento veo también dos ciclistas, que lo han visto y lo señalan con alegría. Grito a los ciclistas sin parar de andar mientras señalo el cartel: “¡Santiago!”, grito de victoria, grito de liberación, grito que quiere decir una y otra vez: “¡lo hemos conseguido!”. Los ciclistas corresponden a mi saludo y a mi grito. Y continúo, con la mochila cayéndose, ajustándola una y otra vez a la cintura, con una marcha que cada vez es más a la carrera. En un parque donde pone el nombre de “Santiago” en unas letras colocadas sobre una especie de monumento de aspecto extraño y moderno, pido a un lugareño que me saque una foto. Me hubiera gustado que me la sacaran junto al cartel de la carretera, pero no era el mejor sitio, ya que el indicador estaba muy lejos, al otro lado de la carretera. El hombre al que se lo pido se disculpa, cómo no, él no sabe si sabrá… La dichosa autoestima rastrera de los gallegos, otro como el que le pedí que me sacara la foto en la ermita antes. Pero la saca. Y lo hace bien. Cómo no. Sigo andando y me encuentro con una de las mujeres que ayer hablaban alemán y querían enviar sus mochilas a Santa Irene. “Hola, amigo”, me dice sonriendo usando las pocas palabras que sabe en español. “¡Buen camino!”, le digo entusiasmado y sin caer en la cuenta de quién es en realidad, pues estoy deseando llegar. Cerca de la plaza del Obradoiro, la impaciencia me puede y pregunto a alguien cómo se llega antes a la catedral. Veo sus enormes picachos al lado, pero me muero de impaciencia por llegar y el camino, cuesta abajo, me da la impresión de que lo que hace es serpentear y dar vueltas por callejuelas, alargando mi sufrimiento. Me señalan un atajo. Dejo la riada de peregrinos que siguen el camino marcado y, bajando unas escaleras, me topo, por fin, con los primeros muros de la catedral, pero no es la plaza del Obradoiro, ni veo la monumental portada de la catedral, así que sigo rodeando el enorme edificio y desesperándome. Paso un arco y, por fin, veo la entrada. Y pido a dos con pinta de extranjeros que me hagan dos fotos ante la entrada con los brazos extendidos, que es la postura que mejor expresa cómo me encuentro. Ellos luego me preguntan en inglés de dónde soy. No recuerdo de dónde son ellos. Y después subo las escaleras, y paso una enorme puerta que, por desgracia, están restaurando. Sin duda, entre esos andamios, está el pórtico de la Gloria, pero yo no puedo verlo. Es más, creo que no entro por la puerta principal, donde estaría el pórtico, sino por una lateral. Pero no obstante abro la enorme puerta (cómo será la principal si la lateral es enorme) y no me creo que ya estoy, que lo he conseguido.
Por fin entro en la frescura y la penumbra del templo. La misa no ha empezado, pero todos los sitios están ya ocupados. Me acuerdo de lo que les oí ayer a unos de un grupo que parecían especialmente interesados en llegar. Uno de ellos, un hombre, decía que había que llegar pronto, porque si no, no había modo de encontrar sitio después. Tenía razón. Tengo que conformarme con dejar mi mochila en un sitio que no moleste, al lado de una columna, y aprovechar una de las molduras de la base de la propia columna para, de vez en cuando, apoyarme sin sentarme para descansar, porque durante todo el tiempo que dura la misa tengo que estar de pie. Una monja ensaya los cantos de la misa con la gente, intenta animarles a cantar. En una ocasión, tras ensayar una estrofa de una canción que a mí me parece especialmente alta y difícil de seguir, comenta: “Oigo más a los de mi derecha que a los de mi izquierda”. La verdad, yo estoy muy atrás en la catedral, pero a mí me parece que, a mi altura, ni los de la derecha ni los de la izquierda cantan, sino que están todos sentaditos y callados, esperando que la monja acabe de hacer su ensayo tipo “Sister’s Act”.
Entre el público que abarrota la catedral (aunque todavía quedan huecos, no es un sábado especialmente señalado) están peregrinos de todas partes, gente que parece haber venido de sitios diversos dentro del propio país, algunos cristianos fervorosos que acuden con devoción a la misa. También veo a escolares que miran todo con una mezcla de curiosidad y hastío, vigilados de cerca por una mujer que parece la profesora del grupo. Al principio de la misa el cura menciona un montón de gente que ha pedido que se diga de dónde ha venido. Entre otros, anuncian a un grupo de escolares que ha venido de Coca, Segovia, y me imagino que quizá son los chavales que daban vueltas sin rumbo. También creo que mencionan a un grupo que viene desde Valencia, compuesto de jóvenes y adultos, a los cuales he visto varias veces por el camino.
Y comienza la misa, con los cantos ensayados por la monja. En un momento dado, un grupo de tres ciclistas (es evidente que son ciclistas por la ropa, aunque no han metido sus bicicletas en el templo) se pone delante de mí. Observo sus actitudes, pues me llaman la atención. Uno de ellos se ríe descaradamente de la gente que está en misa. Sus risas ahogadas, pues no puede evitar tener un poco de respeto, ya que está en un templo, arrecian cuando se llega a la plegaria eucarística: “El Señor esté con vosotros”, dice el cura. “Y con tu espíritu”, responden todos a una (risas del ciclista gracioso). “Levantemos el corazón”, dice el cura. “Lo tenemos levantado hacia el Señor”, dicen de nuevo todos (y nuevas risas del gracioso mirado, eso sí, con cierta vergüenza ajena por sus dos amigos, que empiezan a sentirse molestos por su actitud). Pero después pasa algo curioso: cuando llega el momento de dar la paz, la gente empieza a darse la mano, y también a abrazarse y besarse con verdaderas muestras de afecto. Entonces el ciclista que se ha estado riendo de los demás les dice a sus dos amigos con un gesto que mejor si se van. Desde mi punto de vista, él no ha podido aguantar la tensión de estar en el acto de la paz. Mientras oía las respuestas de las plegarias, él se estaba riendo porque pensaba, creo, que esas eran las mismas oraciones aprendidas, mecánicas, sin sentimiento, que le habían enseñado de pequeño. Podía argumentar que todo eso era mentira, que era un absurdo y que él era más listo que toda esa gente estupidizada de los bancos. Podía, en cierto modo, estar por encima de la situación. Pero en la paz, cuando la gente ha empezado a abrazarse, algo ha visto, creo, que le ha impedido quedarse tranquilo. Quizá fueran las actitudes de auténtico cariño de la gente. Quizá viera que para esa gente la misa y todo lo que conlleva es algo serio. El caso es que no lo ha podido aguantar y se ha ido.
Llega el momento cúlmen: la comunión. Aunque no voy a comulgar, no puedo evitar emocionarme. Apoyado en la columna, descansando todo lo que puedo, oigo a la monja cantar y su voz me da paz y me emociona. No soy el único que no va a comulgar: otro peregrino alto, quizá extranjero, y quizá también protestante, o ateo, o quién sabe (Jesus, deja de darle vueltas a todas las cosas) tampoco va. Sin embargo, vayas o no a comulgar, lo importante en este momento son los sentimientos. La emoción es, creo yo, parte del camino, es la otra cara del sufrimiento. Sufres y, cuando superas los obstáculos, no puedes evitar emocionarte pensando que creías que no lo ibas a conseguir. Curiosamente, este sentimiento de superación no me ha hecho más orgulloso, pues me he dado cuenta que muchos pueden hacer lo que yo hago, que todo es proponérselo. Doy gracias a Dios, por estos momentos de recogimiento, porque puedo reflexionar sobre estas cosas. Gracias por la magia del camino.
A la salida de misa, voy con los demás a ver al Santo. Hay una cola que ni para el paro. Veo al madrileño que había dormido a mi lado en Melide, el que volví a ver en Arzúa. También él ha llegado. Entro en la cámara, subo las escaleras. Desde esa cámara, el Santo mira eternamente la multitud de fieles que llenan la iglesia. El busto, porque eso es lo que es la imagen, es de la altura de un hombre, aunque sólo está labrado de cintura para arriba. El resto es un bloque. Me coloco detrás de él, me subo a una especie de escalón que tiene el busto a sus pies, de espaldas a la figura. A nadie he visto colocar las manos sobre la imagen, pero no sé si está prohibido, o sea que lo hago, y mientras pongo las manos sobre él, me concentro en Dios, el mismo Dios que anduvo con el joven pescador Santiago, o quienquiera que sea el que está enterrado ahí. Ese Dios en el que creo, y le pido por mi hermano, me da tiempo durante un segundo para pensar en él y en todos los que han venido en mi corazón, en todos en general. La oración es mágica, porque puede ser instantánea, y puede que no cambie la situación, pero te cambia a ti, si la haces de corazón. Al quitar los dedos de los hombros del santo se me quedan pegadas algunas joyitas de las que tiene, aunque enseguida vuelven a su sitio.
Tras este breve momento, cumbre para todos los que llegan a Santiago, me dirijo a recoger la Compostela, el documento que me acredita que he hecho el camino. Tardo un tiempo, varias vueltas y muchas preguntas para encontrar el edificio en el que hay que pedirlo. En el patio del viejo caserón donde la dan cae el sol a plomo mientras esperamos gente de todos los sitios. Veo a varias de las personas que me he encontrado durante el camino. Veo al italiano de aspecto quijotesco (pienso: ahora que ha acabado el camino ¿qué será de su vida? Parecía tan contento haciéndolo, que no me lo imagino en otro lugar). Tras subir pasito a pasito unas escaleras (algunos de los que están esperando en la cola opinan, en broma, que esta es la etapa más larga de su peregrinaje), me atiende una chica muy maja que me pregunta si he hecho el camino por motivos deportivos, culturales o religiosos. No sé qué es lo que respondo, pero da igual, porque al final, en la Compostela pone que lo he hecho por motivos religiosos (aunque creo que digo que también lo hecho por motivos culturales y deportivos). Luego, aprovecho para preguntar por el albergue más cercano. Es el seminario menor, y hacia ahí encamino mis pasos. Y en este punto yo me pregunto: ¿Cuándo, cuándo acaba el camino? Es cierto que he llegado, pero en cierto modo, siento que todavía no he llegado al final. Quizá se deba a que lo tengo muy reciente en mi corazón y no quiero pasar página. ¿No debería ser esto como en las películas, que te ponen un “The end” y se acabó? Pero en la vida no hay finales tan claros.
¿Acabará el camino cuando llegue al seminario menor y descanse? No lo parece. Llego al seminario menor, un enorme edificio de corte clásico muy desaprovechado porque, al menos el día en que llego, no hay mucha gente. En efecto, la mayoría de sus plantas están vacías, y la que ocupamos los peregrinos consta de cientos de camas, aunque no llegamos a la mitad de su capacidad. Tras una breve ducha, me obligo a descansar un poco. Pero al poco tiempo estoy deseoso de recorrer Santiago. Además, tengo que comprar el billete de vuelta del tren y encontrar unos llaveros que mi primo me ha encargado. Voy, en primer lugar, a la estación de tren. Prefiero el tren antes que el autobús, porque sé que voy a llegar más descansado. Llegar a la estación supone un paseo que para mí no es nada, después de haber recorrido tantos kilómetros. Luego encamino mis pasos al casco histórico, en busca de los llaveros. Mi primo estuvo con mis tías el año pasado, creo, y compró varios llaveros en la catedral. Quiere ocho iguales. Por eso me dio uno de ellos para que me diera suerte en el camino y, de paso, que me sirviera de muestra. Se trata de un llavero de metal plateado en forma de una pequeña concha de peregrino en cuya parte interior se aprecia el dibujo de una cruz de Santiago. En la mayoría de las tiendas tienen uno parecido, pero con las dos valvas, de modo que se puede abrir y cerrar. Pero yo no quiero ese, aunque sinceramente creo que es más bonito. En una tienda, una dependienta de aspecto arrebatador, que va vestida como para una fiesta, me dice que no lo tiene y añade a eso un “lo siento” tan de corazón que casi le pido perdón (¡guapa!). En otra, un dependiente de aspecto campechano mira el llavero que yo llevo como muestra, de solo una valva, y el llavero de dos valvas que vende él, y con mirada picarona los compara y sopesa. “Bueno”, dice mirando mi llavero univalvo, “está claro que a este llavero, alguien le ha quitado una parte. Entonces,… ¡Carallo! Digo yo que,… se compra usted este, y le quita la parte que sobra y ya está, vamos, eso es lo que haría yo”. “Gracias, muchas gracias, lo pensaré”. Digo riéndome por dentro de ver lo que hace la gente con tal de vender. Al final, en una tienda, un dependiente joven y sumamente irónico me señala que quizá en la piadosa tienda que hay dentro de la catedral (nótese la ironía en lo de “piadosa”) podría estar el llavero. Me sorprende que haya una tienda en un templo, pero creo que no debería estarlo: recuerdo el episodio de Jesús echando fuera del templo a los cambistas de moneda. En fin, que la historia se repite. Y además, el chico de la tienda tiene razón. El llavero está en la tienda de recuerdos de la catedral, donde a la gente parece que el dinero le quema y está deseando comprar artículos de recuerdo. Consigo mi botín y me voy corriendo de esa cueva, perdón, de esa tienda.
¿Acabará ahora el camino? Las siguientes horas son un “impasse” hasta la noche, que veo muy lejana. Y además no he comido, como siempre. Comienzo a dar vueltas. En una de estas me encuentro con la extranjera de antes, la solitaria. Ella me reconoce. Nos miramos. Pienso: “Quizá esta es la última oportunidad de hacer amistad con ella. Y además, puede que ella lo esté deseando”. Pero lo tengo decidido. Así que saco mi mejor sonrisa, porque la verdad es que me alegro de verla y, sí, no sé por qué, pero me cae bien, y le digo el saludo del camino: “Buen camino” (aunque quizá no sea lo más apropiado, porque los dos lo hemos acabado). Y eso es todo. Yo sigo mi camino.
Continúo mi camino, alimentado solo por un café con leche, para no caer rendido. Recorro algunas callejuelas, algunas iglesias. Alberto me dice que Santiago, la ciudad y su marcha, necesitan por lo menos un día, pero yo lo hago más comprimido. Me llama la atención la Iglesia de las Ánimas Benditas. En su fachada, sobre la puerta, en una especie de balconcillo, hay unos relieves, casi estatuas, por lo que sobresalen, pintadas a todo color, de las almas quemándose en las llamas del purgatorio. Cuando entro, una vez pasado un recibidor, y a ambos lados de la puerta de acceso, hay otros dos relieves de dos señores quemándose. El interior también es de destacar. Está compuesto por una serie de capillas, todas de corte neoclásico, como la propia edificación. Cada capilla está decorada con una escena compuesta por relieves a color de la vida de Jesús. La que más me gusta es la de la resurrección. Pero no me gusta que delante de cada capilla haya a su vez una imagen de una virgen pequeñita o de un santito. Dichos santos, dichas vírgenes son, por así decirlo, los patrones de la capilla. Así que el mensaje de Jesús está claro: se explica que ha muerto y ha resucitado, pero parece que el que ideó la capilla no se conformaba con decir eso, y tuvo que meter entre medias un ejército de santos. Eso no me parece serio. Unas mujeres que están visitando el templo salen encantadas: “¡Qué curioso!”, dice una,”cada capillita tiene su virgencita”. Eso es lo que me parece mal: adulteramos el mensaje principal de Jesús, no dejamos que hable por sí mismo, metemos virgencitas, santitos y tradicioncitas para adornar. De manera que al final lo que es importante no lo es. Lo importante pasa a ser la virgencita o el santito, y no Jesús y lo que hizo. Y no es que esté en contra de la Virgen o los santos, entiéndaseme bien. La virgen María fue una mujer valiente y digna de admiración, y los santos fueron, en su mayoría, personas ejemplares. Es su utilización lo que está mal, es el abigarramiento de imágenes lo que no me gusta, el poner santos y vírgenes por ponerlos, sin sentido. La visita me desasosiega, pero no puedo evitar sentirme interesado por la iglesia que, en líneas generales, es muy bella y armónica.
Estoy aguantando con un café con leche tomado por la tarde y sin más desde el desayuno. Ya me he recorrido todos los bares y comprobado que, como se ha pasado la hora de la comida hace ya tiempo, tengo que esperar a la hora de la cena (empiezan a servir cenas a las ocho) o comer cualquier cosa. Así que como cualquier cosa, porque sé que no voy a aguantar hasta tan tarde sin nada en el estómago. Mientras engullo una ración de patatas con carne, observo lo que pasa en una plazoleta que está al lado del bar, un lugar tenebroso donde se arremolina gente de la calle. Todos tienen pinta de yonkis y gente de mala vida. No puedo evitar situarme mentalmente en los años ochenta, en la plaza Unamuno de Bilbao. En aquellos años ahí se juntaban, muchos vagabundos parecidos a estos que estoy viendo ahora, parece que no ha pasado el tiempo. Pasaban horas ahí. Era también lugar de paso de gente con aspecto desmejorado, drogadictos que andaban arrastrando los pies, o tipos duros que te miraban de medio lado, perdonándote la vida. En la plazoleta que está junto al lugar donde estoy comiendo se arma una trifulca. Uno de los zarrapastrosos le pega una paliza a otro por motivos que no acabo de entender. Básicamente le echa de la plaza mientras el vencido va lamiéndose las heridas y prometiendo que volverá y le rajará. Pero se va, acompañado por unos cuantos amigos que le calman y le aconsejan que no vuelva a enfrentarse con su rival. Típica escena que hacía años que no veía, pero que, por desgracia, me resulta familiar. Supongo que todavía, en algún lugar de Bilbao, del llamado Gran Bilbao, se estará produciendo una escena parecida a esta que estoy viendo.
El sueño me vence y vuelvo al albergue, pero en el camino me pilla una tormenta. Aprovechando que escampa, consigo llegar muy cerca del seminario, pero tengo que refugiarme en un callejón que comunica dos calles y forma una especie de soportal que resguarda de la lluvia. A mi lado están, refugiándose también del chaparrón, una mujer joven con un cochecito de niño y un hombre muy moreno, gordito y con gafas, que todo lo que dice parece rubricarlo con una sonrisa y abriendo mucho los ojos. Frente a nosotros hay un precioso mirador desde donde se ve la ciudad a los pies de la catedral. Es una preciosa vista, enmarcada por la luz mortecina de la tormenta al atardecer. No hay mejor manera de despedirse de Santiago. Poco a poco, entre los tres surge la conversación, pues la lluvia arrecia y no parece que vaya a dejarlo. La madre joven va camino de casa, y quiere llamar a alguien para que venga a recogerla a ella y al crío. El hombre es de Brasil, y cuenta que está encantado de vivir en Santiago, dice que, aunque su país y la región de donde procede, son paradisíacos, aquí se siente aceptado, y eso compensa el clima lluvioso de Galicia. La madre joven corrobora lo dicho: no hay nadie de Santiago, todos son de fuera, como ella, que es de otro sitio de Galicia, pero cuando llegó, se adaptó enseguida porque la gente es muy abierta, y aceptan fácilmente a los de fuera. El brasileño lo corrobora. Dice que él está asistiendo en la catedral a reuniones de adoración nocturna y que en cuanto llegó no tuvo problemas para integrarse en el grupo. Lleva muchos años viviendo en Santiago y tiene ya una hija nacida aquí. Y no quiere irse. Santiago tiene algo que te atrapa, dice. Al final, la lluvia no escampa, así que el brasileño me acompaña con un paraguas hasta la puerta del seminario (no está lejos) y la madre joven espera a alguien a quien ha llamado que va a pasar a recogerla. El pequeño grupo se deshace. Y Santiago dice también adiós como debe ser: con lluvia. Lo raro eran esas temperaturas de esta mañana y ese sol. Como el brasileño me acompaña con su paraguas la mojadura, de la puerta exterior hasta el edificio, es mínima. No puedo ni quiero evitar decirle como despedida un “que Dios le bendiga”. Gracias a él he llegado casi sin mojarme. Hay ángeles de la guarda en todas partes.
Esa noche, mientras las luces del día mueren y dibujan los picachos de la catedral (perfectamente visibles desde el seminario, hasta en las vista que se ven desde mi albergue tengo suerte) recorro los pasillos solitarios de este edificio de aspecto casi abandonado buscando un lugar donde hablar sin molestar a los que ya duermen.
– Hola, padre. Que estoy en Santiago – digo con tono de victoria. – Mañana vuelvo.
¿Dónde, dónde acabará el camino? ¿Al día siguiente, en el tren, donde me pasarán otras muchas cosas que guardo en mi corazón? Quién sabe. El camino no ha acabado. Sigue, y es tu vida. Buen camino. Nos vemos en él.
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