Jerusalén (VII): La cueva del Padre Nuestro y el “Aita gurea”
7- La cueva del Padre Nuestro y el “Aita gurea”:
Tras la explicación y la broma de Félix, pasamos por fin la puerta que cierra el patio. Tras dicha puerta encontramos una pequeña cueva a la que se accede por una puertecita pequeña. Hay que agacharse para entrar y hay unos pocos escalones que conducen a su interior. En el dintel, esculpido en roca se lee: “Spelunca hanc docebat Dominus discipulos in monte Oliveti”, es decir: “En esta cueva enseñaba el Señor a los discípulos en el monte de los Olivos”. La entrada es pequeña, y la cueva está llena de gente. Se trata de una estancia oscura, en la que apenas se ven algunas piedras labradas. Al parecer, la Princesa de la Tour d’Auergne fue la que, en 1868, compró la propiedad. Ella fue también la que mandó grabar el Padre Nuestro en 62 idiomas, y está enterrada en dicha estancia. Desconozco si ella se encontró la estancia así o realizó reformas que luego no han podido continuar. Casi no cabemos todos los visitantes (pues aparte de nuestro grupo hay más gente) entre piedras que parecen restos de altares. Al fondo de la cueva, bajando unas escaleras, hay una luz encendida. Supongo que ahí estará la tumba de la princesa. Una verja cierra el paso, y al otro lado los peregrinos han arrojado fotos, dinero, peticiones escritas en un papel para que Jesús las conceda. Se me antojan deseos desesperados, oraciones que rozan lo supersticioso. Respeto que haya muchas formas de pedir a Dios, quién sabe cuál es la correcta o si todas lo son. Yo, por supuesto, tengo mi idea de cómo debe ser una oración a Dios para pedirle algo. La verdadera oración tiene que subir desde el templo del corazón, como el publicano que pedía al lado del fariseo sabiendo que era indigno, como el pobre de la obra de teatro de Moratín que reconocía que sólo Dios podía sacarle de su sufrimiento. Somos templo de Dios, eso es lo que Dios ha hecho sagrado. El suelo de la cueva donde enseñó Jesús en Jerusalén no es más sagrado que cualquier otro, y una petición escrita en un papel arrojado en dicho suelo no va a ser más tenida en cuenta por Dios que si estuviera arrojada en el de una calle cualquiera. No hay un lugar más santo que otro. Dios escucha al pobrecito que sufre y se le acerca de corazón. Eso sí que es sagrado para Dios. Como me sucederá en otras ocasiones a lo largo de este viaje después de visitar algunos de los lugares declarados como santos, salgo de la cueva un tanto decepcionado. Jesús estuvo aquí, pero no es aquí donde hay que buscarlo.
Al salir, seguimos viendo más versiones del Padre Nuestro. Por fin encuentro lo que en mi corazón estaba buscando: el Padre Nuestro en euskera, en la lengua de los vascos. Yo, que sé euskera, me doy cuenta enseguida que da la impresión de que ha sido traducido del castellano palabra a palabra, con lo que resulta una versión extraña, no es la versión habitual que se canta en las iglesias (porque el “Gure Aita”, que es como se llama el Padre Nuestro en euskera, se canta). Además me fijo que no está en “batua” (el euskera unificado de todos los dialectos), sino en vizcaíno. Y en lugar de empezar con el ya mencionado “Gure Aita”, lo cambia por el extraño “Aita Gurea”. Pero da lo mismo, es euskera. Me planto ante el cartel del “Aita Gurea” y entono la versión que yo conozco de toda la vida, la que me enseñaron en la iglesia en mi barrio de Luchana, en Barakaldo, Vizcaya. A mi lado alguien, creo que Llorenç, me graba mientras lo hago. Quede, pues, este canto para la posteridad y viaje a las hermosas tierras catalanas, lugar de donde proceden mis compañeros de viaje.
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