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Jerusalén (VIII): La vista de la ciudad desde el monte de los Olivos

8- La vista de la ciudad desde el monte de los Olivos:

La salida del monasterio da justamente a la explanada de la cumbre del monte de los Olivos. Desde allí hay una vista estupenda de la ciudad. El sol vuelve a darnos la espalda, y es un lugar perfecto para hacer fotos. Continúa el bullicio y hay más gente que cuando llegamos. Aparte de los turistas escandalosos, algunos de ellos hablando un español inequívocamente transoceánico, está el camello. Sí, hay un camello plantado en uno de los pequeños miradores que se asoman al borde del monte. Los turistas, previo pago a su dueño, se suben a él como si fuese una atracción de feria y se hacen fotos. Veo a dos niños latinos que suben a su grupa. Cuando el enorme animal se incorpora, uno de ellos, sin duda el más impresionable, se pone tan nervioso al percatarse de la gran altura hasta la que sube, que por fuerzan les han de bajar a los dos niños para que el lloroso reciba las caricias de su padre. Mirando a ese niño que llora, no puedo evitar una reflexión: creo que no deja de ser irónico ver que en este monte en el que Jesús lloró y sufrió hoy en día sólo llore un niño porque tiene miedo a las alturas. A nadie de los que estamos aquí parece impresionarnos ni emocionarnos el lugar. Los que pasan a mi lado parecen simples turistas en un lugar turístico ¿Qué hemos aprendido durante estos siglos? ¿Hemos llegado a ser mejores personas, más cristianos? ¿O estamos hasta tal punto ahogados por nuestras riquezas que nos hemos olvidado de Cristo aún en la propia ciudad en que lo mataron? Dejo la reflexión ahí, porque creo que las preguntas se responden por sí mismas, y me concentro de nuevo en seguir al grupo y atender las explicaciones de nuestro guía. La visita debe continuar.

Proseguimos bajando en esta ocasión un tramo de escaleras que hay en la pendiente del monte, y descendemos por ellas un corto trecho desde donde está el camello con los turistas hasta una plazoleta con la forma de un pequeño teatro griego que en lugar de escena tuviera como gigantesco decorado el barranco del monte cayendo delante y dejando espacio más allá, justo enfrente de nosotros, a la vista de la ciudad, desplegada como en una foto panorámica. Es el sitio perfecto para que Damián nos explique dónde están los lugares importantes. Nos señala dónde está el monte Sión (yo creía que estaba justo donde se levantaba en templo, pero no). También nos explica que el templo, cuya explanada vemos hoy día ocupada por las famosas mezquitas, se construyó en su día sobre el monte Moria. Dicho monte es el mismo en el que Abrahán estaba dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac. Dentro de la hermosa mezquita azul, también llamada el Domo de la roca, se puede ver, efectivamente, la punta de dicho monte surgiendo del suelo justo en el centro del templo. La explanada la construyó Herodes el Grande, que gobernaba cuando nació Jesús. Usó para dicha obra una técnica, que consistía en colocar una serie de arcos de bóveda superpuestos que servían de basamento a toda la edificación. Eso quiere decir que toda la explanada es en realidad una enorme llanura artificial montada sobre el monte, y que por dentro está hueca y llena de galerías abovedadas. Varias puertas conducían al interior del recinto del templo en tiempos de Jesús. Hoy día se conservan, aunque están cerradas, como mudos testigos de una etapa de esplendor y corrupción. Damián nos señala la puerta que está más a la derecha de nosotros. Es la puerta de los gentiles, por la que entró Jesús al templo en el día que conmemoramos como domingo de Ramos. La multitud lo aclamaba como el rey de los judíos, y ponían palmas ante el y ropas para que las pisara. Iba caballero de un pollino, con lo que parecía la imagen del cumplimiento de todas las profecías de Isaías. Pero cuando entró en el templo por esa puerta, al ver que en el patio en el que tenían que estar los gentiles estaban los cambistas, se enfadó. No se enfadó porque el lugar pareciera una especie de mercado, eso es lo que hoy pensamos cuando leemos el texto. Es cierto que el espectáculo de los cambistas contando monedas y los vendedores de los puestos de animales cerrando sus negocios a voz en grito con la promesa de vender el mejor animal para el sacrificio no debió de parecerle muy santificante. Pero Jesús no se enfadó por eso, sino porque esas personas estaban quitando el puesto a los gentiles. El único sitio del templo en el que los no judíos podían estar era ese, y no les dejaban. Estaban impidiendo que todos los no judíos se acercaran a Dios. Por eso se enfadó y tiró los puestos. Han pasado casi dos mil años de eso y la puerta por la que entró Jesús ya no conduce a ningún sitio. Está cerrada a cal y canto. Damián nos explica que la cerraron hace muchos siglos para evitar que otro que se llamara a sí mismo mesías entrara.

Desde la plazoleta en la que nos encontramos, que parece una atalaya que vigila la vecina ciudad, observamos más abajo toda una ladera repleta de tumbas, tumbas blancas, sencillas y sin excesivo adorno, simples paralelepípedos que recuerdan a personas que existieron quizá hace mucho tiempo. Damián nos explica el porqué de tantas tumbas en el monte de los Olivos. Parece ser que la tradición judía señala éste como el lugar en el que, cuando se produzca el día del Juicio Final, resucitarán los primeros muertos. Aquí se celebrará, por tanto, dicho Juicio, y como digo yo, los que no estemos enterrados en este lugar tendremos que ir andando hasta allá.

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