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Jerusalén (XII): El valle del Cedrón y la ciudad de David

12- El valle del Cedrón y la ciudad de David:

Bajando desde donde se encuentra la Iglesia de las Naciones y el Huerto de los Olivos seguimos nuestra ruta, atravesando la carretera que cruza frente a los muros de la antigua explanada del templo. Parece mentira que todavía se pueda bajar más en nuestra excursión, que más abajo haya más paisajes y lugares que visitar. Cuando parecía que todo lo que había que ver se había acabado, Jerusalén nos regala con nuevos misterios. Según bajamos, observamos a nuestra derecha la pendiente, que ahora se muestra todavía más amenazadora que antes, del monte Moria. A nuestra izquierda, por la parte baja del monte de los Olivos, comienzan a verse monumentos enormes de diversos estilos, aunque con un indudable toque clásico grecolatino. Son tumbas, las casas de los muertos. Concretamente se trata de tumbas de saduceos, según nos explican. Éstos constituían una secta muy poderosa en tiempos de Jesús. Habían llegado a pactar con el poder romano, de modo que los puestos de mayor importancia social en el templo y en el Sanedrín (el órgano de gobierno de los judíos en Jerusalén) eran de ellos. Los sumos sacerdotes también eran saduceos. Lo curioso es que los seguidores de esta secta no creían en la resurrección, aunque por lo visto se hacían construir lujosas tumbas, qué paradoja. Por esa creencia, que les separaba de Jesús y sus discípulos, tuvieron agrias discusiones cada vez que se mencionaba el tema. Hoy vemos sus tumbas que, al contrario de la tradición judía posterior, son muy suntuosas, con cierto afán de megalomanía. Las más conocidas, quizá, son la tumba de Absalón y la de la hija del Faraón. De la tumba de Absalón no sé decir si efectivamente se trata de la del hijo de Salomón o de otro del mismo nombre, yo me imagino que no es la del hijo del rey sabio, porque estas tumbas me parecen muy recientes (arqueológicamente hablando, claro). Se trata de una construcción de planta cuadrangular, con columnas adosadas de corte clásico en los cuatro lados y coronada con un elegante tejado en forma de cucurucho. En una de las caras de la tumba se puede observar un hueco situado a gran altura, suficiente como para que pase con holgura una persona. Dicho hueco muestra a las claras, según Damián, que la tumba ha sido saqueada. Siguiendo más abajo vemos tumbas de estilo parecido a éste. Aprovechando el desnivel del monte que da a la parte del de los Olivos (aunque no sé si todavía estamos ante sus faldas o ante las de otro monte) y metida en él, se puede ver la tumba de la hija del Faraón. Se llama así porque algunos relacionan a la persona enterrada en esa tumba con una de las mujeres de Salomón, de origen egipcio.

Por encima de las tumbas, sin solución de continuidad, hay casas. Según nos cuenta Damián, estamos entrando en la zona musulmana de la ciudad. Todas esas casas son árabes. Han construido sobre las tumbas, cosa que ningún judío habría hecho. Para corroborar que estamos entrando en zona musulmana, llegamos a una barrera. Ahí, unos pocos hombres, dos o tres, de tez morena y aspecto árabe, por lo menos a mi entender, nos observan llegar y nos esperan. La actitud de esos guardias, pues eso es lo que me parecen, es tranquila, incluso sonriente. La barrera que parecen guardar es una simple barra de metal como la que se baja cuando se acerca un tren en un paso a nivel, y el camino por el que bajamos ni siquiera está asfaltado. No parece que sea un sitio por el que vayan a entrar miles de vehículos y los hombres que nos paran ni siquiera están armados. Pero allí están. Observo con atención a Damián acercarse a ellos ¿qué va a pasar? Pues pasa lo que sería lógico pensar: Damián cruza unas palabras con ellos y nos dejan pasar. Ni siquiera levantan la barrera, pues se puede flanquear por ambos lados.

Aprovecho para comentar la curiosa situación lingüística del país. En Israel los niños aprenden tanto el árabe como el hebreo, de manera que todos se pueden comunicar con todos sea cual sea el origen. A veces, cuando Damián habla con la gente, es difícil saber qué lengua está usando. Supongo que, en esta ocasión, ha hablado con estos hombres en árabe.

Seguimos avanzando bajo el sol abrasador, ya son las once y cuarto de la mañana y el sol pega inmisericorde. Estamos dejando definitivamente atrás y muy arriba la explanada de las mezquitas y las tumbas. A ambos lados del valle del arroyo Cedrón, que sin saber estamos bajando, se extienden ahora viviendas inequívocamente árabes. Los árabes, como ya sabemos, son mucho más familiares que los actuales judíos (sobre todo son más familiares que los de origen europeo caucásico, procedentes de Centroeuropa o Rusia) y viven en barrios llenos de casitas muy apretadas unas contra otras, siguiendo una distribución urbanística absolutamente desastrosa. El paisaje que se nos ofrece a los ojos es un abigarramiento de casas coronadas por amplias terrazas planas en lugar de tejados, de las que se usan para tender la ropa, y que denotan unas relaciones vecinales muy estrechas.

Damián nos explica que estas dos laderas que vemos a ambos lados están separadas por el bíblico arroyo Cedrón, o Kidrón, como se llama actualmente, que corre a nuestra izquierda disimulado por el desnivel del terreno. En esta parte baja de la ciudad es donde los arqueólogos judíos suponen que se asentaba la ciudad de David. Se han encontrado algunos restos dispersos, pero no hay nada que pruebe realmente la existencia de los dos grandes reyes: David y su hijo Salomón. Bajo su reinado, sobre todo bajo el de este último, tenido por sabio, la fama de Israel, según la Biblia, llegó a extenderse muy lejos, hasta el punto que la reina de Saba, en plena África negra, vino a visitar a Salomón porque había oído hablar de su sabiduría. Pues bien, hasta ahora, la arqueología no ha podido probar nada de esto. Eso sí, las labores de excavación para sacar a la luz lo que pueda haber ahí de la ciudad de David vienen impedidas, lógicamente, porque en ese valle vive gente, y sobre todo porque esa gente es de origen árabe. El gobierno israelí intenta comprar las casas de los árabes una a una para continuar excavando, lleva en este empeño varios años, pero claro, los propietarios no quieren. En primer lugar, porque sería vender un terreno al enemigo judío, y en segundo lugar porque el que vendiera su propiedad se tendrían que ir de la ciudad, pues sería visto como un traidor por todos los demás hermanos árabes. No obstante, sin duda a través de algunas ventas de este tipo, se han conseguido descubrir algunas cosas. En concreto, Damián nos muestra como un pequeño tesoro la piscina de Siloé, descubierta no hace mucho. De esta piscina se habla en la Biblia, puesto que en ella Jesús realizó un milagro. Un pobre paralítico estaba siempre al borde de esa piscina postrado en su camilla. Llevaba así muchos años. Una vez cada cierto tiempo el ángel del Señor agitaba el agua, y el primero que entraba resultaba sanado. Claro está, el pobre paralítico no podía moverse ni tenía a nadie que lo metiera. Jesús lo sana. El milagro resulta doblemente simbólico si se piensa que Siloé significa “Enviado”. Así, con este milagro Jesús quiere decir que él es el Enviado por Dios para sanarnos, para salvarnos.

La piscina hoy día está recubierta por una lona de basto tejido negro, de esas que cubren terrenos en obras, y sólo la podemos ver a duras penas, a través de una valla de alambre de las que usan los obreros de la construcción para cercar los terrenos en obras. Como diríamos por España, todo muy “cutre”, la verdad. Lo que se ve es una edificación muy sencilla, compuesta de dos o tres escalones descendentes y un fondo ni muy profundo ni tampoco muy amplio. Más parece una piscina de purificación de los esenios, de esas en las que sólo cabía un hombre y el agua te cubría por los tobillos, que una piscina como hoy la entendemos. Un poco más abajo, al otro lado del camino que hemos estado bajando, Damián nos muestra el arroyo Cedrón, que por fin sale a la superficie, aunque encajonado en un foso. El bíblico arroyuelo sigue corriendo hoy en día, aunque sólo para transportar alguna que otra basura arrojada por los habitantes del lugar. Esto muestra que, por muy importante o famoso que sea lo que tienes al lado de tu casa, lo desprecias precisamente por eso, porque lo ves todos los días, y no le das importancia.

Por lo demás, de la ciudad de David no quedan ni palacios, ni casas, ni siquiera un vestigio del primer templo. Ni rastro de las hermosas columnas de cedros del Líbano traídas por la sabiduría de Salomón. Ni rastro de su vana gloria.

1 Response to “Jerusalén (XII): El valle del Cedrón y la ciudad de David”

  1. Anonymous julio 12, 2014

    EXCELENTE ASI ES. Y por ello han fallado en sanarse y salvarse. Gracias por compartir.
    eL SENOR LOS GUARDE.


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