Jerusalén (XIII): Un pequeño descanso antes de ir a Belén
13- Un pequeño descanso antes de ir a Belén:
Al finalizar nuestro recorrido por el valle nos espera Gideon aparcado al lado de un puesto de sandías. Damián y él intercambian unas rápidas palabras mientras subimos al autobús. Ya nos hemos acostumbrado, por lo menos yo, a su tono brusco al hablar. Hablan gritándose, aunque se trate de una conversación amigable. Su tono normal de conversación es más alto que el de los españoles, que ya es decir. Entramos en la frescura del autobús con su aire acondicionado y, una vez acomodados, nos llevan a un parque de esos que tienen una zona verde, banquitos para que se siente la gente de todas las edades y columpios de todo tipo para los niños. Nada más poner el pie fuera, Damián saca dos sandías y abre una de ellas. . ¡De eso estaban hablando cuando vieron el puesto de sandías, las han comprado para nosotros, qué majos! A la temperatura a la que estamos, se agradece un poco de fruta fresca. Son sandías de esas alargadas, con forma de melón, y aunque han estado al sol y por tanto no conservan esa frescura que te llena la boca y el fondo de la garganta, su zumo nos calma la sed, y por ello les agradecemos el detalle a nuestros generosos guía y conductor.
La parada en el parque tiene otra función (aquí todo tiene una función, claro). Un vendedor de joyas y colgantes de plata y oro nos ofrece su mercancía por catálogo. No se trata, lógicamente, de un vendedor ambulante, sino de alguien de quien nos han hablado antes y que trabaja junto con los guías de excursiones que vienen a Jerusalén. Entre sus productos me fijo en unas cadenas con unas plaquitas que llevan grabadas el nombre que se pida por encargo en el metal precioso que se desee: oro o plata. Te lo cobran en el momento y te lo llevan al hotel en veinticuatro horas. Lo original es que los nombres aparecen escritos de dos maneras: con grafía latina por arriba y hebrea por abajo. Muchos caen en la trampa, perdón, quería de decir que acceden a su oferta. Incluso yo. Si, yo. Yo también le encargo un montón de cadenitas escritas con los nombres de algunos de mis familiares y amigos. La verdad es que me parece un regalo original. En principio, siempre que voy de viaje compro cosas para otras personas, nunca suelo comprar nada para mí. Es una especie de regla no escrita que me he autoimpuesto, ya que considero que el regalo que yo me hago es el propio viaje. Casi siempre he mantenido esta norma, pero esta vez la rompo. Uno a uno, digo cómo suenan los nombres de mis familiares y amigos mientras el joyero apunta con grafía hebrea la transcripción a su lengua. Y cuando llego a decir el nombre de la última persona a la que tenía pensado regalar una de esas cadenas y el vendedor me pregunta si hay algún otro nombre, yo me digo a mí mismo: “¡Qué narices! ¿Por qué no me compro yo también uno de estos collares con mi nombre? Será un bonito recuerdo”. Así que escribo (pero no pronuncio) mi nombre. Lo hago con toda la intención. Por si no lo sabíais, me llamo Jesus, y mis amigos lo pronuncian así, con acento en la “e”, no en la “u”. Con un nombre así, prefiero escribirlo y no leerlo, porque sé que es un nombre hebreo, y yo quiero tener mi nombre en hebreo, no una burda transcripción del que yo pronuncio en castellano. Así que el joyero lee el nombre en inglés y me mira, y yo le digo que sí, que quiero ese nombre. Probablemente no se puede ni imaginar que yo me llamo igual. Horas después recibo mi colgante, un colgante que en castellano se lee Jesus (sin tilde, claro) y en hebreo Joshua, el nombre de Jesús, su verdadero nombre. Todavía lo conservo y lo llevo encima casi todos los días.
La parada sirve para que también algunos nos dediquemos a jugar como niños en los columpios del parque. David y yo intentamos montar en unos de esos caballitos que están fijos al suelo por un enorme muelle y se mueven para todos los lados como tentetiesos locos. David domina su caballo, pero el mío se me desboca y acabo en tierra ante la algazara general de todos mis compañeros. Existe, para vergüenza mía, un vídeo ilustrativo que me graba Susana inmortalizando el momento. Por otro lado, la propia Susana, junto con Antoni, se sube a una de esas construcciones hechas con cuerdas entrelazadas en torno a un poste cuyo objetivo es que la gente escale hasta llegar al pináculo. Típico de ellos dos. Siempre tienen que estar subidos en algo.
Pero llega el momento de dejar el juego y el descanso. Hay que subirse al autobús y partir a Belén. Por cierto, he encontrado mi libreta, la había olvidado en mi asiento.
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