Mas sencilla, haz una cruz más sencilla, carpintero(Rom 11, 16-21):
(De mi propia pluma, XIX)
Pablo está explicando una y otra vez en su discurso a los romanos por qué los judíos, que estaban destinados a ser luz del mundo y salvación de éste, fracasaron una y otra vez. El apóstol les explica cómo Dios no nos pide que hagamos acciones sin sentido, sino que tengamos fe, una fe enraizada en la experiencia.
El concepto de fe es central en esta carta, como hemos visto anteriormente, y he comentado en otras ocasiones. No se puede entender este texto sin dicho concepto. Ahora bien, ¿qué es la fe, según el Pablo de esta carta? Desde luego, no se trata de la fe del carbonero, la de aquél que cree, pero no sabe muy bien por qué, ni puede dar razón. No es, por tanto, una fe ciega, en el sentido de que no es una fe externa, que no forma parte de nuestra vida, puesto que la hemos heredado como se hereda una tradición a la que se tiene cariño, pero nada más. Dicha fe heredada se caracteriza por ser una colección de rituales y tradiciones que más tienen que ver con un aburrido folklore que con algo que se vive, que forma parte de la esencia de quien lo tiene.
En efecto, si somos rigurosos veremos que, si tenemos una fe como la que tenían los judíos en tiempos de Jesús, lo importante no es Dios, sino el conjunto de tradiciones con que se le rinde culto. Para un judío lo importante no era creer o no creer, sino ser judío y cumplir las tradiciones judías. Según ese punto de vista, por tanto, los gentiles nunca podían salvarse. Bastante hacían los judíos más abiertos, que permitían que algunos (como el centurión al que Jesús cura su criado) fuesen considerados como hombres justos, cercanos a los judíos. Esa gente no estaba lejos de la salvación, según los judíos, pero no eran judíos, no pertenecían al pueblo elegido. Toda la parafernalia que permitía a los judíos ser un pueblo diferente se basaba no en su unión con Dios, sino en sus tradiciones, que los separaban y salvaguardaban a partes iguales de los gentiles. Su fe estaba, por tanto, guiada por el orgullo y el miedo a mezclarse con los demás, no por el amor.
Por eso Jesús, al ver esa conducta desviada, la reprobó y se fue con los pecadores, con “los apartados de Dios”, que eran, precisamente, aquellos a los que Dios más amaba. De hecho, todavía los sigue amando.
¿Qué nos enseña todo esto? Pues en primer lugar, que la base de la fe no debe estar en el orgullo, sino en la sencillez, no debe basarse en la tradición, sino en la unión con Dios, y que Dios puede sacar judíos hasta de las piedras, fórmula exagerada para decir que ser judío, para Dios, no es nada, lo que vale es tener un corazón bueno e inclinado a cumplir la voluntad de Dios. Esta voluntad hay que buscarla en las cosas sencillas, sin adornos, sin orgullo. Una y otra vez lo dice Pablo.
También lo dice en este texto que he escogido: Israel es el olivo, y siempre lo será. Los gentiles son acebuches, esto es, olivos silvestres. Deben recordar estos últimos su origen humilde, alejado de Dios, porque si se enorgullecen Dios los arrancará de sí, y de la misma manera que una rama cortada se muere si no recibe savia de su raíz, así todo aquel que no esté unido a Dios perecerá.
Pablo dice que su propio pueblo está pasando por ese proceso doloroso: estar lejos de Dios. Lo dice con amargura, porque él es judío, pero nos repite en esta parábola que los creyentes debemos ser humildes.
Por lo tanto, no te gloríes por nada más que por Dios. No te gloríes por haber nacido espiritualmente en una iglesia grande, por ser cristiano renacido, por ser creyente de tercera o cuarta generación. Dios eso lo considera basura, porque lo que mira son los corazones, y si son sencillos él puede habitar en ellos, pero donde hay doblez, orgullo, oscuridad… Dios no puede entrar, porque es luz. Plantéatelo así y busca la sencillez en tu vida: que tu corazón sea uno con Dios, y repite conmigo estos hermosos versos de León Felipe, el poeta de la honestidad:
Más sencilla, más sencilla.
Sin barroquismo,
Sin añadidos ni ornamentos,
que se vean desnudos
los maderos,
desnudos
y decididamente rectos.
Los brazos en abrazo hacia la Tierra,
el ástil disparándose a los cielos.
Que no haya un solo adorno
que distraiga este gesto,
este equilibrio humano
de los dos mandamientos.
Más sencilla, más sencilla;
haz una cruz sencilla, carpintero.
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