No compartáis ni un bocado con esos tales:
De mi propia pluma XXI. Corintios 5.
Normalmente no suelo dedicar esta sección a un capítulo entero de un libro, pero éste me ha llamado la atención y, por ello, os lo voy a comentar con puntos y comas. En él se trata un caso real, un escándalo que sucedió en Corinto: el de un hombre que había abusado de la mujer de su padre. Pese a que, como he dicho en otra ocasión, la Carta a los corintios es recordada por su himno al amor, lo cierto es que éste es un pasaje que parece contradecirse con lo que se dice en el tal himno. En efecto: no solamente el apóstol Pablo no habla en ningún momento del amor a la hora de juzgar a este pecador, sino que además no se muestra paciente ni misericordioso (cualidades todas que se mencionan en el capítulo en el que aparece dicho himno). Por el contrario, Pablo parece que da un golpe en la mesa pare exclamar: “¡Basta ya! ¡Hasta aquí hemos llegado!”
Sin embargo, y pese a que eso es lo que parece decir en una primera lectura, intentaremos ver las cosas en perspectiva y releer el texto para entender lo que realmente está diciendo. Quizá no se digan las cosas como a primera vista puedan parecer.
En primer lugar, el autor dice que ese tal pecador debe ser entregado a Satanás (¿?) para que, castigando su cuerpo, pueda a cambio salvar su alma (¿?). Las interrogaciones son mías, y pretenden señalar mi extrañeza sobre el hecho de que no se entiende cómo se puede entregar a alguien a Satanás, ni se entiende cómo puede ser que, después de entregado al diablo, puede dicha persona salvarse.
Voy a saltarme la parte en la que Pablo echa la bronca a los corintios por pecadores y me voy a centrar en lo que dice sobre cómo tratar a los pecadores cristianos que han cometido su ofensa en la comunidad (a los otros, a los pecadores “del mundo” Pablo no se dirige). Voy a hacerlo teniendo en cuenta que las medidas que toma son muy parecidas a aquéllas que propone el propio Jesús en Mt 19, 15-17, donde se habla también de la corrección fraterna, dentro de la Iglesia. Ahí, recordemos, se dice que para solventar una situación en la que hay dos hermanos enfrentados lo que debe guiar en todo momento a los creyentes es, según Jesús, el deseo de reconciliación y para ello se debe evitar el escándalo e intentar que se produzca el menor daño posible. Puede que ahora que lo digo alguno crea que no se dice así, pero si se lee este pasaje bien y con atención veremos que ésos son los puntos que sustentan todo el proceso que ahí se describe.
Veamos: en primer lugar se dice que aquel que se sienta ofendido por su hermano debe reprenderlo a solas. La razón está clara si tenemos en cuenta que así el hermano no se sentirá avergonzado. Pero si el hermano así requerido insiste en que no ha hecho nada, que no debe haber reconciliación o, sencillamente, no se llega a un acuerdo que conduzca a la armonía, el que ha iniciado el proceso puede buscar a un tercero. El motivo es, siguiendo la lógica de la búsqueda de armonía, que ese tercero ayude a que se avengan, que actúe de árbitro. Además, si uno de los dos está ciego a su pecado es más fácil que, entre dos, le convenzan. Pero si aún así la persona por la que se ha iniciado este proceso insiste en que tiene razón y que son los otros dos los equivocados, debe presentarse el caso ante la asamblea. Ahí ya se hace público ante todos el problema. Y si, por último, a pesar de lo que le digan todos sus hermanos, no hace caso y para él es más importante tener razón que estar en paz y comunión con los demás hermanos, entonces se le invitará a vivir como un gentil, fuera de la asamblea.
Debo señalar que éste es un método como otro cualquiera para atajar problemas de convivencia, y que debió ser eficaz, pues Pablo hace referencia a él para atajar los problemas de convivencia de Corinto muchos años después de muerto Jesús. También debo decir que expulsar al pecador de la asamblea es lo último, lo que se intenta evitar, y que siempre, hasta el último momento, se piensa en el bien de todos, tanto en el del pecador, como en el del resto de la iglesia. Además, echarle no es (o por lo menos no debería ser) un castigo, sino la única salida que queda, y en ningún momento se dice que debamos odiar al expulsado (excomulgado se le llamaba también), es el mal corazón de algunos el que ha deducido todo eso y ha convertido a la Iglesia en un órgano represor. Nadie, insisto, nadie debe ni puede odiar a alguien que se ha alejado de Dios, porque para Jesús los alejados de Dios son el principal objeto de su amor. Él dijo que Dios se alegraba más por la oveja perdida y recuperada, es decir, por un pecador salvado, que por un montón de justos que ya lo están. Y Pablo, como buen discípulo, es lo que quiere enseñarnos con esta medida que al principio nos había sonado tan drástica, y en mi opinión no lo es. Si los corintios deben alejar a los cristianos que insisten en pecar y dar problemas es como protección, porque si siguen en comunión con los demás ¿cuál es el mensaje que enviamos a la comunidad? Lógicamente estamos refrendado los comportamientos pecaminosos. No es que los odiemos, es que protegemos a los cristianos más débiles. Si alguien al que has invitado a tu casa a comer te ofende y ofende a los tuyos ¿qué harías? Porque eso es lo que hacían los cristianos, no lo olvidemos: comían en comunidad, lo compartían todo. Por eso aquél que había decepcionado y hecho daño a la comunidad debía ser alejado. Eso sí, Pablo aconseja cerrar las puertas de las casas de los cristianos a ese tipo de pecadores, pero no habla nada de cerrar la oportunidad a la reconciliación. En ningún caso un cristiano debía dejar de amar a esos cristianos expulsados. Tal vez eso es lo más difícil: amar al que se ha equivocado, distinguir entre el pecador y el pecado.
Todo esto también se puede ver desde un punto de vista cultural. Para un griego de esa época (y no debe ser muy diferente para un griego o un español hoy en día, pues todos somos mediterráneos) ser invitado a comer a casa de alguien es un privilegio que pocos deben alcanzan: la casa se ofrece a la familia y a amigos muy especiales (no a todos). Así visto, la iglesia, cuando compartía el pan en las casas se convertía en familia, todos eran hermanos. Y una familia mediterránea no es cualquier cosa: suele ser todo un sistema social que abarca desde los abuelos hasta algunos primos segundos, nietos y, si se puede, biznietos. En la familia extensa mediterránea había (y hay) deberes ineludibles como contrapartida a unos derechos que se dan gratis, pero que exigen que te comportes como uno de la familia. Y no hay motivo para pensar que la cosa no fuese diferente en la iglesia de Corinto: había unos deberes y unos derechos. Eso explica por qué, cuando un cristiano decepcionaba a la comunidad, nadie quisiera comer con él. La decepción al grupo conllevaba el aislamiento, pero no el odio.
Por eso yo os pido que todo .lo que hagamos a este respecto esté guiado no por la justicia ciega y desorazonadora, sino por el amor cálido y desinteresado. No olvidéis que somos seguidores de alguien que fue considerado maldito. No despreciéis ni juzguéis como impuro a nadie. Que así sea.
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