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¿Pero es que Cristo está dividido? (I Cor 1, 10-16)

(De mi propia pluma, XX)

Comenzamos a visitar la Carta a los Corintios de Pablo. Lo primero que debemos saber es que no fue la única que se escribió a dicha comunidad, que hay una segunda carta. Ello parece indicar que, o bien los cristianos de Corinto eran muy queridos por el apóstol, o muy problemáticos. Para mí, dicho sea de paso, esta primera Carta a los Corintios es la del amor. El himno que el apóstol Pablo compone describiendo todas las características del amor desinteresado, inspirado por Dios, es sublime, a mi parecer.

Yo tuve hace no mucho tiempo la oportunidad de visitar Grecia. Un día visitamos las ruinas de Corinto. Éste fue, sin duda, uno de los momentos fuertes de nuestro viaje. Resultaba estremecedor pensar que ésas eran, sin duda, las calles por las que transitó Pablo en vida. La Corinto de esa época era una ciudad estratégicamente situada. A los pies de ella se extiende la hermosa vista del golfo que lleva el nombre de la ciudad, tan estrecho, que casi parece un lago rodeado de montañas. Sin duda era una ciudad rica, pues por ella pasaban todos los que querían atravesar de la Península del Peloponeso al continente por el istmo, una estrecha lengua de tierra que separa el golfo de Corinto por un lado y el mar Jónico por otro. En tiempos de Pablo se pasaban los barcos de un golfo a otro por tierra, montándolos en carros. Solo hay 11 kms de distancia. La idea de hacer un canal no se llevó a cabo hasta el siglo XX, pero ya Nerón lo empezó. Todo ese trasiego y comercio, sin duda, beneficiaba a la ciudad, haciendo de ella un emporio. Corinto, además, disfruta de un clima benigno, acunada por escarpadas montañas que la protegen de los vientos.

Mientras paseábamos por sus calles, pisábamos sus adoquines y nos subíamos encima de mármoles milenarios para sacarnos fotos, casi podía oír el rumor incesante de sus ruidosas gentes en el ágora, más lejos me parecía que resonaba un griterío emocionado por la representación de una obra en el colosal teatro, y arriba, en lo más alto de la ciudad, se adivinaban los ecos de las discusiones de los ciudadanos congregados en la “stoa”, quizá el edificio más importante de la ciudad, pues en ella se juzgaba y se legislaba.

Subimos a lo alto de las ruinas de ese edificio para contemplarlas. Hoy en día no queda nada, es como una colina en la que se pueden ver los restos de mármol de la base de dicha construcción. Se puede apreciar su forma rectangular alargada. Hacía frío, pues era una mañana de enero, pero el sol iluminaba las ruinas de mármol, concediéndoles un cierto calor casi animal, un calor que casi desprendía vida. De nuevo a algunos nos embargó la sensación de que, con ese reflejo de calor frío del mármol, nos llegaba el eco del aliento de Pablo cuando fue allí juzgado. Puede que le llevaran a rastras, a empujones, quién sabe si golpeado. Para tranquilidad de todos, al apóstol de los gentiles no le pasó nada demasiado grave en esa ocasión, aunque de eso puede que trate otro día en otro escrito.Pero volvamos al texto que quiero comentar, que si no me emociono y no llego a nada.

En el fragmento que he elegido, Pablo habla de un tema que a él, y a mí también, a ambos, nos produce profunda tristeza, si es que se me permite tener un corazón junto con el de Pablo que pueda sentir, junto con él, tan amargo sentimiento. Creo que se podría resumir su queja y acusación, y la mía propia, con la frase: “¿Pero es que está Cristo dividido?” Pablo, en efecto, critica los enfrentamientos que entre diversos grupos cristianos comienza a haber. Es triste constatar que, en la época de los primitivos cristianos, en la que tantas veces hemos creído que todo era maravilloso y que, dentro de las lógicas persecuciones, todos tenían “un mismo corazón”, el germen de la discordia y la división ya estaba presente.

Pablo no consiente esta división, está escandalizado y así lo manifiesta en su carta. Pone de relieve un hecho que los cristianos enfrentados de Corinto quizá han dejado pasar por alto: lo que une a un cristiano con otro no es que ambos hayan recibido una predicación de un mismo predicador, ya que eso, más que unir, les separa de tener comunión con otros hermanos. La unión viene, según Pablo, de que ambos hayan recibido la palabra de Dios que proclama a Jesucristo como su hijo. Y eso quiere decir que todos los predicadores cristianos que proclaman ese mensaje son igual de válidos, igual de buenos, y que cualquiera que alabe a un predicador de la palabra por ser el único y verdadero lo está convirtiendo en un ídolo (es decir: lo está poniendo en lugar de Dios) y se está, además, separando de los otros hermanos cristianos, pues no los considera verdaderos hermanos, puesto que desde su equivocado punto de vista tiende a pensar que su predicador es perfecto y solo él lleva la verdad, y que todos los demás no han recibido la verdadera palabra. Y nada más lejos de la realidad, insisto, porque como cristianos debemos intentar ver qué es lo que nos une, y no qué es lo que nos separa. De otra forma acabaremos adorando ídolos y enfrentándonos por un quítame allá esas pajas, cuando lo único cierto es que el centro de nuestra fe debe ser Jesucristo.

Puede que alguno tenga miedo a ceder en ciertos puntos de su fe que no son Jesucristo, sino parte de la doctrina que ayudó a fundar su iglesia, y eso es un error. En mi opinión todo el que predica una fe basada en Jesucristo es mi hermano en la fe. Lo demás, aunque sea muy importante, es accesorio y puede, en algunos casos, estorbar a la hora de estar unidos. Hace poco se celebró la semana de oración por la unidad de las iglesias. Se trata de un gesto que pretende aumentar la relación entre las iglesias, su reconocimiento mutuo y reconciliación. Se celebra cada año en la misma fecha en todo lugar donde hay diversidad de iglesias (es decir, en todo el mundo cristiano) y en cada país la iglesia o iglesias consideradas como oficiales o mayoritarias se encargan de organizarlo y acoger en sus templos las celebraciones. En España la iglesia anfitriona es la Iglesia católica romana. En Bilbao, mi capital, tomaron parte en una celebración conjunta representantes de todas las iglesias que quisieron y presidió la oración, como siempre, el obispo católico romano de la capital. Se celebró en la catedral (un imponente edificio gótico) y en el altar se pudieron ver, junto al obispo, copresidiendo el acto, pastores, sacerdotes y ministros de diferentes confesiones, tanto antiguas (iglesia armenia, iglesia ortodoxa) como surgidas más recientemente de la Reforma del XVI (luteranos, anglicanos) o incluso iglesias ligeramente posteriores en el tiempo y surgidas de una escisión de otra iglesia más antigua (caso de los bautistas).

Hubiera sido un hermoso acto de no ser porque el corazón que tenían algunos al acudir a él no era la búsqueda de la unidad. Algunos, lo sé, fueron a regañadientes, sin creer que dicha reunión sirviera para gran cosa. Sin duda pensaban que había que estar, pero que ése no es el camino a la reconciliación. No voy a intentar explicar sus razones, pues ellos las saben. Tampoco voy a negarles que tengan parte de razón, pero hasta el diablo puede decir una verdad para conseguir defender su mentira. Insisto en que lo importante de estos actos no es qué se hace, sino con qué corazón se hace. Otros no fueron, eso también lo sé, excusando su presencia con deberes insoslayables que no podían posponer. Sin embargo, la verdad es que no querían estar en un acto ecuménico, y más cuando lo preside un obispo católico. Para algunos cristianos la relación con los católicos está rota desde hace mucho tiempo, y no pueden tener comunión con ellos por motivos doctrinales.

No voy a entrar a juzgar ambas actitudes, tampoco voy a entrar en discusiones sobre si el ecumenismo es bueno o es una manifestación del diablo. Solamente voy a limitarme a poner de relieve un hecho, una idea que aparece en la Carta a los corintios. Vuelvo a releer este fragmento y me atrevo a gritar: “¿Pero es que Cristo está dividido?” Sinceramente, me parece muy irónico que, cuando pasan estas cosas, cuando se acusa al otro de no querer la unidad, cuando justificamos con orgullo nuestro inamovible punto de vista, nos tapemos los oídos cuando Pablo nos dice esto. Este texto está llamando la atención como un aldabonazo sobre lo que está pasando ahora. ¿Qué estamos haciendo para favorecer la reconciliación?

Para mí, lo importante no es a qué iglesia pertenecemos, sino estar en la iglesia donde Dios nos quiere. No es importante dónde estés, lo importante es que el Espíritu Santo esté. Sé que para muchos el Espíritu no está en ciertas iglesias, con ciertos líderes, con ciertas creencias y tradiciones, pero ¿quiénes somos nosotros para juzgar?, y sobre todo: ¿quiénes somos nosotros para menospreciar a nadie, si Jesús no lo hizo? No voy a repetir (estoy cansado de hacerlo) que nadie, sino Dios, puede juzgar.

Además, ninguno de nosotros estamos libres de pecado, pues todos podemos ser idólatras. ¿Quieres que te ponga un ejemplo? Muy bien, te propongo un simple ejercicio: fíjate en todas las cosas de tu vida que tú aprecias o valoras. Después piensa si podrías vivir si te quitaran alguna de ellas, la que tú consideres la más valiosa. Puede que no tengas nada ni a nadie que te haga sentir así, incluso puede que tu respuesta haya sido “Dios” (en ese caso estarías en el buen camino) pero la mayoría tenemos cosas, o personas, que ocupan el lugar de Dios. Eso no solamente es pecado, sino que además te esclaviza y no te deja relacionarte con Dios (Dios exige amor total, entrega total) ni con la gente que está a tu alrededor (no solamente los compañeros de trabajo o tu familia, sino tus propios hermanos en Cristo).

Algunos, llegado este punto, creen que lo que tienen que hacer es “reconvertirse”, volver a entregarse a Dios. Cuidado, no se trata de que de repente odies a tu pareja, a tus hijos, a tus padres o a tus amigos, porque crees que amarles mucho a ellos te aleja de Dios. Se trata de poner las cosas en su sitio. Si amas a todos desde Dios, es decir, si experimentas el amor de Dios y ese amor rebosa fuera de ti para amar a otros sin esclavizarte a ellos, ya estás cumpliendo la regla de oro: Amar a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo. El error es amar demasiado a alguien y, a los demás, darles solo migajas de amor. En el primer caso amas desde Dios, en el segundo, desde alguien.

Por lo tanto, y como conclusión, yo diría que no debemos juzgar, pues el que juzga y condena ata a un hermano sin darle la posibilidad de defenderse. Además, no debemos enorgullecernos de estar en la verdad, sino disfrutar de estar viviendo con Dios, que es la verdad, y aprender a vivir en paz con todo el mundo. Por último, y como consecuencia, no debemos separar, sino unir. Debemos ser parte de la solución en un conflicto, y no parte del problema. Ya lo decía Jesús con esas duras pero hermosas palabras: el que no amontona, desparrama. No desparramemos, no odiemos ni hagamos que otros odien, porque estaríamos yendo en contra de Dios y de su voluntad.

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