Celebración eucarística: Domingos a las 11:00h - ¿cómo llegar?

Por el camino del dolor (I)

(Camino de Estella a Belorado, del martes, 2 de abril al viernes, 5 de abril de 2013)

 

2 de abril de 2013: “Sol madrugador y cura callejero, ni el sol calentará ni el cura será bueno” (refrán de mi padre, Jesús de Frutos Gómez). Cuando llegué anoche a Estella, los presagios del tiempo no podrían haber sido más agoreros. Decían que iba a llover, y mucho. Y el pronóstico, por desgracia, se cumplió. Según me iba aproximando al pueblo, la carretera comenzó a oscurecerse y brillar, al tiempo que en el parabrisas del autobús en el que viajaba empezaron a estrellarse unas finas gotas de lluvia que cada vez se iba volviendo más densa. El viaje, de poco más de ciento cincuenta kilómetros, se había convertido en un periplo de cuatro horas en autobuses (en concreto dos: uno de Bilbao a Pamplona y otro de ahí Estella). Una de las razones por las que había tardado más de lo que pensaba fue una parada obligatoria de una hora para cambiar de autobús en Pamplona. Tuve que estar en la estación dando vueltas como un gato enjaulado esperando el trasbordo a mi destino. Por fin, llegué a las 21:30 a una desangelada y melancólica Estella. La ciudad, en efecto, parecía llorar bajo un oscuro cielo lluvioso pintado de negro por la noche. La sensación de tristeza se veía reforzada por el hecho de que en la estación solo había unas pocas personas. Tras dudar, le pregunté a un transeúnte solitario, de los pocos que a esas horas caminaban con su paraguas bajo la lluvia, la dirección del albergue municipal. Tenía anotado el nombre de la calle y el número. Además, sabía aproximadamente el lugar donde estaba situado porque precisamente ahí hacía ya un año había terminado tras cuatro días de andadura el último trecho que había hecho del camino, de Saint Jean Pied-du-Port a Estella. Ahora pretendía continuar mi andadura donde la había dejado. Pero le pregunté al hombre por asegurarme porque, aunque me acordaba vagamente de la calle y la dirección donde podía estar el albergue, no estaba mal ir a tiro fijo hasta el lugar concreto. Me conozco y sé que me desoriento con facilidad, y no hubiera sido gracioso perderme por esas calles de noche y no tener a quién preguntar. Este ya es el tercer año que dedico cuatro días de Pascua para hacer trechos de cien kilómetros de camino. Cada año me voy acercando más a Santiago. Soy consciente de que cien kilómetros por año es muy poco, pero menos da una piedra y no tengo prisa. Este año, además, tiene la peculiaridad de que es el primero desde que murió mi hermano Carlos. Siempre que hago el camino pienso en las personas que quiero mientras ando. No me cabe duda que este año será diferente en ese aspecto. Sé que sentiré su ausencia cada día que pase. Mi caminar no será alegre, como otras veces. De hecho, no sé cómo será, pero sin duda reflejará la tristeza que siente mi corazón y sé que cada paso se lo dedicaré a él. Pero, en fin, volviendo a lo que estaba contando sobre mi llegada a Estella, ahí estaba de nuevo, en la estación, bajo la lluvia, sin otro paraguas que mi cortavientos (mi cazadora para el monte, si es que alguien que lee esto no es ducho en terminología de montaña) y cargando con lo indispensable en una mochila que, pese a todo, me parecía desproporcionadamente grande. Como he dicho antes, le había preguntado a un estellés sobre dónde estaba situado el albergue para peregrinos, y tras recibir puntual información, llegué sin mucho contratiempo al lugar, que estaba, en efecto, en la dirección que yo recordaba, pero, no obstante, me vino bien la indicación. Estella, como toda ciudad cuando es poco conocida, tiene sus recovecos, y de no ser por lo que me dijo el hombre podía haber pasado de largo la calle donde estaba el albergue con mucha facilidad. Sin embargo, no lo hice, pronto reconocí una serie de edificios de aspecto palaciego que recordé que estaban cerca del albergue, y sin mucho problema enfilé por una calle peatonal situada en el casco viejo de la ciudad. Como a la mitad de la calle, a la derecha, estaba el albergue. Suspiré aliviado. Por fin podría descansar. Al llegar al albergue, lo encontré igual que lo había dejado el año pasado, cuando acabé mi etapa ahí. No había llegado a quedarme en él, pero durante los pocos minutos que estuve (los justos para sellar mi documentación) me gustó el orden y limpieza que vi nada más entrar. Recuerdo que aquel día el albergue en el que había pasado la noche anterior era más bien “cutre”, una especie de local parroquial habilitado con literas viejas. Casi me dio pena dejar el camino justo cuando llegaba a un albergue que me parecía acogedor. Estuve tentado de quedarme con mis compañeros de fatigas: Félix, un guipuzcoano que rondaría los sesenta, Joao, un brasileño de unos cuarenta y tantos o cincuenta, y Javi, un animado valenciano situado en la envidiable treintena. Me habían acompañado durante la mayoría de esos cien kilómetros y la verdad es que yo había estado a gusto con ellos. Pero cuando la mujer del albergue me dijo que salía un autobús para Pamplona justo a esa hora y que tenía tiempo para cogerlo si no me entretenía no lo dudé y mis propios compañeros me dijeron que sería tonto esperar un día más durmiendo en litera cuando podía dormir esa misma noche por fin en mi propia cama. Eso sí, como he dicho, me llevé el sello del albergue en mi acreditación como prueba de que había llegado hasta ahí. Este año, por tanto, repetía albergue, esta vez para quedarme a dormir. Era el único que conocía de Estella. Por eso había llamado al albergue desde mi casa por teléfono para intentar que me reservaran una plaza para el día que iba a llegar. Pero ellos me dijeron que, como era un albergue municipal, no podían hacer reservas. Eso sí, tomaron nota de mi nombre y me aseguraron que me esperarían, y que aunque llegara a punto de que cerrasen (como así sucedió) no creían que hubiera problemas de plazas, teniendo en cuenta la temporada en la que estábamos y que no había mucho tráfico en el camino. Así que cuando llegué el hospitalero, un hombre de más que mediana edad que me atendió parapetado tras una mesa, me estaba esperando. Creo que incluso tenía mi nombre apuntado en un cuaderno de esos que usan para registrar los peregrinos. Lo primero que me dijo fue que la puerta del albergue se cerraba a las 22:00. Faltaban quince minutos. Eso sí que era una contrariedad, porque todavía no había tenido tiempo para cenar, porque había calculado que habría un momento para ello cuando llegara a Estella. El viaje había roto mis rutinas y, sobre todo, mis horas de comer. Cuando llegué a Pamplona era demasiado pronto para cenar y, aunque tuve una hora de espera antes de coger el segundo autobús no lo hice, limitándome a tomar un café con leche acompañado de un bollo. Como digo, confiaba tener tiempo para comer un bocadillo de tortilla de patata (mi preferido) al llegar. De hecho, cuando llegué al albergue se me estaba haciendo la boca agua pensando que ya estaba más cerca de comer mi suculento bocadillo. La noticia del horario de cierre del albergue echaba toda esa ilusión por tierra. Adiós a mi ansiado bocadillo de tortilla de patatas. El hospitalero, sin embargo, me dijo que no me preocupara, que había un bar muy cerca y que me daba tiempo, y que si volvía tarde y la puerta estaba cerrada no me preocupara tampoco, porque en ese bar estaba el que le tocaba cuidar el albergue esa noche (se conoce que el que hablaba conmigo libraba a partir de las diez) y que él me abriría sin ningún problema. La verdad es que no me apetecía nada quedarme fuera tan tarde, pero el deseo de hincar el diente a algo caliente pudo más, y salí por la puerta dispuesto a coger a todo correr un bocadillo y estar de vuelta antes de que cerraran para no depender de nadie. En el bar me encontré, en efecto, al que le tocaba guardar de noche el albergue. Pregunté por él al camarero de la barra y éste señaló a un portugués que estaba conversando tranquilamente en inglés con un peregrino de aspecto centroeuropeo vestido con pantalón corto (a quién se le ocurría, con la que estaba cayendo en la calle ¿pero es que no notaba el frío?). El portugués movía mucho los ojos y prestaba una atención a su interlocutor que a mí me pareció exagerada. Desde el principio hubo algo en él que no acababa de gustarme, pero ¿quién soy yo para juzgar y más cuando es sobre una persona que te puede dejar en la calle sin dormir si te metes con ella? Lo cierto es que me parecía que era uno de esos que quieren caer muy bien a todo el mundo para de paso tener la oportunidad de contar algo de su vida y así, demostrarle al interlocutor que él era mejor. El camarero le llamó para que se acercara y que así él mismo pudiera atenderme. Fue un tanto cómico lo que pasó después, porque creo que le hice dudar. En efecto, él se acercó y entonces quiso hablarme, levantó un dedo sentencioso y luego lo bajó lentamente, abrió la boca y a continuación la cerró violentamente, aprisionando el aliento de lo que iba a decir entre sus labios apretados e hinchados como globos, era como si el sonido de la voz hubiera quedado ahogado en un resoplido de contención en su boca. Quería hablar, pero no sabía qué decir. ¿Qué le pasaba? La verdad es que el problema era que yo no había abierto la boca y él no tenía ni idea de en qué lengua me tenía que hablar, y encima yo no le ayudaba, porque callaba. Su mirada penetrante estudió mi cara, y aunque dudó un momento, su instinto no le falló. “¿Español?”, me dijo con tono de duda. Respondí afirmativamente. Yo enseguida le planteé mi duda: si podía quedarme cenando algo hasta después de las diez y, en caso afirmativo, si él me abriría la puerta. El hombre me tranquilizó. La verdad es que todo en él parecía tranquilo, era como si hubiese estado toda su vida buscando el camino de la sabiduría y la calma y lo hubiese encontrado en un continuo moverse lentamente, hablar lentamente, ser lento en casi todo. Me dijo que, en efecto, me quedase tranquilo, que podía cenar algo sin prisas, que él ya me abriría luego la puerta. Sin prisas, cómo no, esto es el camino ¿no? a ver si te creías que estabas en una autopista, pensé. Sin embargo, yo sí tenía prisa, porque quería recoger mi bocadillo calentito, comerlo en el albergue antes de que el anterior encargado se fuera y meterme acto seguido en el saco, que al día siguiente había un duro camino. No quería quedarme tranquilamente en el bar. Estaba demasiado cansado. Eso era lo que quería hacer, pero las cosas no iban a salir como yo quería. El proceso de hacer el bocadillo fue más largo de lo que pensaba. Creía que solo sería meter una tortilla de las que estuviera expuesta en la barra entre pan y pan y calentarla. El problema era que ya no quedaba ninguna tortilla en la barra. Y, para colmo, habían cerrado la cocina, con lo que volver a calentar la plancha costó un poquito. Total, que para cuando recibí el bocadillo y me alejé victorioso con mi presa de vuelta al albergue éste ya estaba cerrado. Tuve que volver derrotado a comerme el bocadillo en el bar. En fin, que tocaba imitar al portugués calmado y recordar que en la vida, en el camino, no llega primero el que más rápido sale, sino el que espera hasta que llega el momento adecuado. El ansiado momento de meterme en el saco tendría que posponerse un poco. Ya que me había quedado desterrado fuera del albergue por el momento, decidí acercarme a dos peregrinas que estaban dando buena cuenta de un plato de paella. Las dos eran francesas, según supe enseguida. Una de ellas era negra y de rostro agradable y atractivo, peinada con unas rastas que le conferían una imagen juvenil. La otra era blanca y rubita como una princesita de París, aunque no parecía tan abierta y simpática como su compañera. La negra se llamaba Anaïs y la rubia Denise, dos nombres que iban muy bien conjuntados. No tenían prisa por retirarse al albergue. Anaïs sabía castellano y se dedicaba cuando yo me acerqué a ponderarle al camarero las excelencias de su sabrosa paella. Enseguida se fijó en mí y entabló conversación. Se presentó (muy educada ella) y comenzó a hacerme las típicas preguntas que siempre nos hacemos los asiduos al camino: ¿De dónde venía? (que en el camino se refiere a desde donde vienes haciendo el camino, no a tu procedencia) ¿De dónde era? (esta pregunta sí hace referencia a tu procedencia). También me preguntó si yo era español. No es la primera vez que me confunden con gente de otros países. Siempre me hace gracia la confusión. El propio alberguista que estaba en el bar había dudado antes de hablarme en español. Yo le dije a Denise que sí era español, aunque mi aspecto no parecía muy español. En efecto, en los aeropuertos internacionales me han confundido a veces con alemán o inglés. Quizá mis ojos azules les despistan. Anaïs, sin embargo, me explicó que no era por eso por lo que me lo preguntaba. La razón fundamental, me dijo, es que ella no distinguía los acentos de la gente que hablaba castellano, y por eso no sabía si yo era nativo o no. Vamos, que a ella le sonaba igual un andaluz, un vasco o un inglés hablando castellano. No obstante, me dijo con una sonrisa soñadora que quizá yo había sido de uno de esos países en otra vida, y que por eso no parecía español. Qué maja, pensé. Yo le dije que yo no creía en esas cosas, que solo se vivía una vez. Mis dos nuevas amigas estaban con otro peregrino un poco más mayor que yo, con canas, barbita y una delgadez que recordaban a un patriarca o a don Quijote. También se llamaba Jesús. “¡Qué curioso!”, dijo Anaïs, “os llamáis igual”. Yo aproveché para explicarle que el nombre de Jesús era muy común en España, quizá la gente joven no lo utilizara ya tanto como antes (en eso de los nombres también hay modas) y por eso se estaba convirtiendo en un nombre antiguo o de gente mayor, pero todavía había muchos Jesuses en el país. Pronto me despedí de mis nuevos amigos. Se me estaba haciendo tarde, les dije, y quería acostarme pronto, porque prefería empezar a andar bien temprano. Al día siguiente quería hacer treinta kilómetros y cuanto antes empezara, mejor. Anaïs me preguntó a qué hora me iba a levantar y yo le dije que a las seis y media de la mañana. Ella estuvo de acuerdo en que era una buena hora y que sin duda levantándome tan pronto no tendría problema en andar los treinta kilómetros que me había propuesto. Con un gesto le indiqué al portugués mi deseo de entrar en el albergue y él al instante dejó su conversación con el extranjero vestido con pantalones cortos para acompañarme. Tardamos apenas dos minutos en cubrir el trayecto entre el bar y el albergue, pero nos dio tiempo a entablar una breve charla. Me preguntó de dónde era yo y, al saber que era vasco, se mostró muy interesado por saber cómo se decían algunas palabras en euskera, pues él sabía muy pocas y quería aumentar su vocabulario. Sin duda habría visto carteles en dicha lengua, pues Estella es Navarra y también ahí se habla la lengua vasca (al menos una minoría fiel sin duda lo hace). Puede que hubiese oído hablar en euskera a algún peregrino vasco. El caso es que en el corto trayecto del bar al albergue me dejó claro su interés por aprender cualquier lengua. Así que le fui diciendo las pocas palabras que tuvo tiempo de preguntarme y él las repitió mientras andábamos, con ansiedad de aprender y curiosidad. Además me dijo que había estado viviendo en China y que había aprendido la lengua, al menos para defenderse en la calle. Me deseó buenas noches en ese idioma, cerró la puerta y se marchó, sin duda a continuar su interrumpida conversación en el bar. O a empezar otra con cualquier otra persona. Así es el camino: relaciones de paso, vidas al descubierto como libros que hojeas y no puedes detenerte a leer con tranquilidad. Transitoriedad. Por fin subía a la habitación para descansar. El albergue constaba de una planta baja con un recibidor amplio, que daba a unas escaleras que conducían a las habitaciones, que estaban situadas en la primera planta. En la misma planta baja, tras las escaleras, el albergue se prolongaba en un amplio salón-comedor que se comunicaba como una sola habitación con el recibidor, solo separado por el tramo de subida de las escaleras. En dicho salón-comedor había una enorme mesa corrida y una cocina con armarios para guardar utensilios de cocina y para comer en general: vasos, cubiertos, cazos… Subiendo el breve tramo de escaleras se accedía a dos habitaciones. La mía estaba frente a las escaleras, nada más llegar al descansillo. Crucé la puerta y me encontré casi a bocajarro con una chica joven, rubia, con gafas y vestida con un pijama, sentada a lo indio sobre su litera. Era una esas literas altas, de las que quedan a la altura de los ojos de una persona, y además estaba justo al lado de la puerta, con lo que casi me choqué de frente con ella. La chica me miró con cierta guasa al ver mi cara de asombro y me dijo: “estábamos esperándote para echarte la bronca”. O algo así, como diciendo que todos los de la habitación estaban enfadados conmigo porque estaban esperándome y no podían dormir si faltaba yo. Creo que yo le contesté que menos mal que no, que en los albergues no se pasaba lista. La verdad es que estaba muy cansado para recordar lo que dije. Solo sé que me dirigí a grandes zancadas a mi litera deseando únicamente meterme cuanto antes en el saco. Había elegido una litera baja, porque me fastidia mucho escalar y más cuando estoy cansado, como era el caso. Rápidamente me metí dentro del saco. Y fuera o no verdad lo que había dicho la rubia, en cuanto me metí apagaron las luces como si, efectivamente, me hubieran estado esperando como una madre preocupada que aguarda la noche del sábado la vuelta de su hijo que ha salido de fiesta. Noche y no puedo dormir. Me pasa a veces, cada vez más. Cuanto más mayor soy, más ligero es mi sueño. También es cierto que el día ha sido muy duro y cuanto más cansado estás ya se sabe, más cuesta. Además, justo al lado de mi litera, hay una enorme puerta que ha quedado abierta y da a un balcón. La habitación tiene una serie de puertas así todo a lo largo de una de las paredes. Por el exterior están todas cerradas con cristales para evitar que entre el frío, pero por dentro hay unas enormes puertas de madera con dos hojas de esas que se cierran enganchado con unos hierritos y que hay que cerrar también si no quieres que entre la luz de la calle. Yo me he metido en la cama tan rápido que no me he dado cuenta de cerrar la puerta de madera que está justo a mi lado derecho, el lado en el que concilio el sueño. Por el hueco que dejan las dos hojas sin cerrar se cuela la luz de una farola inmisericorde que brilla enfrente, en la calle. Su luz parece que penetra hasta dentro de mi cerebro. Quisiera levantarme y cerrar la puerta, pero no tengo fuerzas. Además, no quiero molestara a mis compañeros de habitación. Quizá, si me levantara, la rubia de gafas me echaría la bronca, pienso. Ya que no puedo dormir, me dedico a recordar mi periplo desde que salí de Bilbao. Ha sido un viaje triste, lleno a rebosar de melancolía. A cada momento, memorias tristes y pensamientos oscuros acudían a mi mente. Desde que murió mi hermano no puedo evitar estar triste y cabizbajo. Pero la vida sigue, y también es verdad que ha habido anécdotas graciosas. Procuro centrarme en ellas y no pensar en mi tristeza. Recuerdo que en la estación, mientras esperaba la salida del autobús sentado en un banco sin hablar con nadie, sumido en mis pensamientos, me había entretenido observando entre otros grupos de personas a dos jóvenes y alegres mulatas latinas con una prole de tres niñas. Todas ellas eran de diferentes tamaños y muy arregladitas, como suelen ser las niñitas de color. Se pusieron delante de mí y así pude fijarme en ellas durante un largo tiempo, pues no tenía nada más que hacer. Eran un grupo pintoresco. Las dos mujeres hablaban animadamente de sus cosas y de vez en cuando echaban un ojo a las niñas. Ellas, confiadas, seguras bajo la vigilancia de las mayores, jugaban y se daban besos (o más bien jugaban a darse besos, pues competían por ver quién daba el beso más fuerte y el abrazo más cariñoso). Una de las dos mujeres latinas llamaba de vez en cuando al orden a la niña mayor, vestida como una mujercita diminuta y muy consciente de que era más alta, más fuerte y más lista que todas sus primas, y que por eso mandaba sobre ellas. Su madre la reñía a veces para que se estuviera quieta y no abusara. “¡Larraitz!¡Larraitz!”, repetía reconviniéndola una y otra vez, llamándola con ese nombre euskaldún que tanto chocaba en una niñita mulata que bien podía por su aspecto haber sido del Caribe. La otra mujer, la amiga de la madre reñidora, alegre y más conciliadora, se dirigía con una sonrisa a la niña: “¿Qué te parece, Larraitz?”, decía con dulce y meloso acento caribeño,”cuando seas mayor, tu tía te comparará un billete de avión para que vayas a verla a Holanda”. Al decir “tu tía” se refería a ella misma. Conclusión: las dos mujeres eran hermanas, o por lo menos comadres, y las niñas eran primas entre sí, y la que vivía en Holanda se iba hoy, primero en autobús a Pamplona y luego quién sabe en qué transporte, hasta llegar a Holanda, su lugar de trabajo. El fenómeno de la inmigración, siempre sorprendente. Costumbres y acentos diversos dispersados por el mundo, cambiando la forma de verlo. Cambiándonos para siempre. También me fijé en una pareja que estaba sentada en otro banco situado a mi izquierda casi enfrente de mi campo de visión. Ambos observaban con guasa e interés los juegos de Larraitz y sus primas. Ella me pareció, no sé por qué, mayor que él. Quizá fuera porque él tenía un aspecto un tanto bohemio, de jovenzuelo desgarbado y con barba de tres días (barba sin embargo cuidadosamente recortada, con desarreglo medido). Parecía un Peter Pan juguetón y despreocupado a la sombra de una mujer seria y que inspira confianza. Ella llevaba una minifalda a cuadros y unos leotardos negros, vestimenta que la acercaba a una juventud, casi niñez escolar, que conjuntaba con su pareja. Sin embargo, el pelo lacio, largo y rubio, casi quebradizo, el rostro un poco duro y a la vez serio, triste, me hablaban de una mujer melancólica y atractivamente desvalida que se agarraba con temor a su pareja, como si ésta pudiese transmitirle algo de su alegría e irreflexión. Todo en ella transmitía tristeza. La única vez que la vi sonreír fue en el momento en que estaba distraída contemplando los juegos de las niñas mulatas, que se besaban y abrazaban con una inocencia que solo los niños pueden expresar. Pero enseguida volvía a su gesto amargo y triste, e incluso su sonrisa mientras contemplaba los juegos inocentes de las niñas tenía algo de tristeza, como si en el fondo de su ser se lamentara por no poder ella unirse al juego y ser una niña más con faldita a cuadros, y olvidarse de algún problema inconfesable que solo ella y su pareja a la que se agarraba con confianza sabían. El autobús tardaba en salir, y la impaciencia de los que esperábamos, sentados en bancos o desperdigados cerca de él, situados al lado de las maletas, listos ya para entrar, crecía. Al final se presentó la conductora y por fin todos nos colocamos primero en fila, y luego, tras enseñarle el billete, ocupamos nuestros asientos. Al subir al autobús vi que el mío lo ocupaba un señor mayor que me pidió que, por favor, me sentara en el asiento de delante, pues quería ir al lado de la que sin duda sería su mujer. A mí no me importó. Total, iba solo y lo mismo me daba. Así, un pequeño conflicto se solucionó sin más problema y todos nos acomodamos. ¿He dicho todos? No. Faltaba una mujer. Llegó cuando estábamos a punto de salir. Llegó un par de minutos tarde, cuando ya teníamos que estar en marcha. No sé cómo no se quedó en tierra. Pero lo curioso es que no parecía nerviosa ni apurada. Sin entrar en el autobús, desde la acera, habló con la conductora. Desde mi asiento no podía ver cómo era. Le pidió perdón por llegar tarde y le dijo que esperara, que iba a comprar el billete y que no tardaría nada, que la taquilla estaba ahí al lado. Eso debió de decir, que, como digo yo no oía nada, pero intuía la conversación. Malo. Llegaba tarde y hacía lo que le daba la gana. Sin embargo, la verdad es que sí, que enseguida estuvo de vuelta. Cuando subió al autobús me llamó la atención que casi no se le veía la cara, una melena negra se la cubría. Sí pude, eso sí, ver algunos detalles de ella: pelo negro y largo, cuerpo más bien robusto, aunque no llegara a ser gordo. Modelo Arancha Sánchez Vicario en sus buenos tiempos de tenista profesional, el tipo de mujeres que están hechas para durar. De sus ojos, que tanto dicen de una persona, nada pude vislumbrar en ese corto tiempo. Nada más sentarse todos descubrimos su peor defecto: con el móvil era una charlatana empedernida. En cuanto el autobús arrancó comenzó a marcar números de teléfono y a llamar sin parar a gente. Fue un auténtico festival y nosotros los invitados forzosos, porque no podíamos escaparnos. La verdad es que durante un tiempo no me enteré de lo que estaba hablando porque me puse los cascos para escuchar música y así estuve gran parte del viaje, con lo que me libré de una buena tabarra, según supe luego. Sin embargo, al cabo de un rato me cansé de estar en mi mundo y con mi música, me quité los cascos y entonces pude hacerme una idea del sufrimiento por el que había estado pasando la mayoría del autobús. La situación era la siguiente: la mujer hablaba por el móvil sin parar, y además casi a grito pelado, como para hacerse entender mejor por el que estaba al otro lado, que ya eran ganas de hablar con ella, la verdad, porque era una de esas personas que aburren a las piedras. Las conversaciones (porque hubo varias) siempre tenían la misma estructura y palabras, con lo que se entenderá que, cuando yo me di cuenta de esa situación kafkiana, de esa repetición hasta el infinito de las mismas palabras, la gente ya estaba más que harta de escuchar esa cantinela. No obstante, la reproduciré aquí para que nos hagamos una idea de lo que supuso ese viaje para todas las personas del autobús menos para ella. Lo primero de todo la mujer marcaba el número, pongamos, de Fulano. “¿Fulano?”, preguntaba a su interlocutor, “oye, que mañana es el cumple de Mengano, y habíamos pensado en celebrarlo en el bar.”Pausa.”Sí,” continuaba,”primero tendremos unos pinchitos desde las nueve, ya sabes, y después a las diez habrá un concierto de Jazz”. Nueva pausa. “No, no. Es un grupo que toca Jazz cañero, con marcha, no para que la gente se amuerme ¿me entiendes?”. Otra pequeña pausa, se ve que, desde el otro lado del teléfono, la entendían. Y luego vuelta a la carga: “No, si queréis podéis venir al concierto después de los pinchos, eso vosotros veréis, yo ya te digo, desde las nueve tendremos los pinchos…” Y vuelta a repetir lo mismo como si el otro no se hubiese enterado. Qué cruz. No obstante, al cabo de varios minutos hablando a voces al final colgaba, con lo cual todos respirábamos, disfrutando de esos breves momentos de tranquilidad. Parecía calmarse y haber acabado las llamadas. Pero no, de repente cogía otra vez el móvil y llamaba de nuevo a otra persona: “¿Zutano? Oye, te llamo porque mañana es el cumple de Mengano y vamos a celebrarlo en el bar…” Y así hasta casi llegar a Pamplona. Dos horas de suplicio. Una y otra vez soportando las llamadas y contando la misma historia, que ya todos nos sabíamos de memoria. No sé a cuántos invitó de esa manera, creo que Pamplona entera, menos los que íbamos en el autobús, estaba invitada. El joven desgarbado y la princesa triste de melena pajiza, que estaban sentados en la fila de la izquierda del autobús, un poco más adelante de mí, no sabían si reír o llorar. Parecía una pesadilla horrible que todos estábamos condenados a presenciar porque, a fin de cuentas, no podíamos escaparnos, estábamos encerrados en el autobús. Además, la mujer estaba sentada en primera fila, al lado de la conductora, y su voz rebotaba por todo el autobús y parecía amplificarse. Y encima ni se cansaba ni se daba cuenta de que estaba molestando. O sí se daba cuenta, pero no le importaba. Por fin, cuando ya estábamos llegando a Pamplona, pareció que había acabado con su lista de invitados y colgó. Todos respiramos aliviados. Pero como la tía encima era de las que tenía que intervenir en todo, solo pudo estar callada unos pocos minutos. Esa vez, todo hay que decirlo, la culpa la tuvo la conductora. En efecto, cuando llevaba unos minutos callada, a la conductora se le ocurrió la feliz idea de iniciar una conversación (parece que no había tenido suficiente con aguantarla durante todo el viaje). Empezó con lo típico: que qué tiempo más malo estaba haciendo, que qué manera de llover… Todos nos miramos temblando. Deseábamos con desesperación que la pesada no siguiese la conversación, pero lo hizo. Dijo que sí, que había hecho mal tiempo, pero añadió que el otro día hizo bueno, y que ellos (quién sabe a qué secta pertenecía, y quiénes eran esos “ellos”, la tribu de los frikis comepinchos, digo yo) habían estado en la calle, por lo viejo, con música y que la gente pasaba y veía lo bien que se lo pasa la gente de Pamplona y lo enrollada que es. La realidad, estoy seguro, sería otra muy distinta. Me imagino a la gente huyendo de ellos como antes se huía de los testigos de Jehová, porque si ves un grupo de gente rara tocando Jazz en la calle y comiendo pinchitos no puede ser nada bueno: eso es que te quieren meter en su grupo, sal corriendo antes de que acabes convirtiéndote en uno de ellos. Todo eso, sin embargo, no habían sido más que anécdotas del viaje, gente que conoces pero que no te afecta. Piedras en el camino. Y ahora la realidad es que yo estoy metido en el saco, sacudido por el insomnio y el cansancio a partes iguales, recordando esas anécdotas sin importancia, intentando ver si con su arrullo concilio el sueño, mientras desde la calle una molesta farola cuya luz se me mete hasta los pensamientos no me deja en paz. Mi cabeza no puede parar de dar vueltas, que es lo que me sucede cuando estoy nervioso. Pienso que, si sigo sin dormir, voy a amanecer al día siguiente sin haber descansado y que no voy a rendir cien por cien en el camino. Por otra parte, miles de pensamientos y preocupaciones se me cruzan, y todo ese torbellino me impide dormir. Así, por ejemplo, un pensamiento tonto me ronda la cabeza una y otra vez: que he dejado mi dinero dentro del bolsillo superior de la mochila. ¿Y dónde está la mochila, a mi lado, al lado de mi cama, para que nadie me lo robe? ¡No, que va! (me digo a mí mismo) ¡Tú vas y pones la mochila en la otra punta de la habitación, para que pase alguien y te robe! (Siempre en mis discusiones conmigo mismo me trato de tú) ¿Es que no sabes que cualquiera puede ser un ladrón, hasta la chica rubia de con gafas que te ha saludado al entrar? ¿Por qué no has puesto tus pertenencias bajo la almohada, para que nadie te las robe, como has hecho con el móvil? Pero bueno (me respondo a continuación) ¿Cómo van a robarme, si todos los que estamos aquí, en el albergue, somos peregrinos y gente pacífica? Estas dos ideas opuestas, la confianza en los demás y la culpabilidad, por no haber puesto el dinero bajo la almohada, siguen bullendo en mi cabeza durante toda la noche, como los garbanzos en el perol. Para colmo, cuando estaba a punto de conciliar el sueno alguien ha estornudado dos veces. Han sido dos estornudos sonoros, de esos que te quedas a gusto. Creo que, fuera quien fuese, ha debido despertar a todo el albergue. Han sonado fuera de la habitación. Yo para mí que ha sido el alberguista portugués, aunque claro, no tengo pruebas.

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