Celebración eucarística: Domingos a las 11:00h - ¿cómo llegar?

Por el camino del dolor (II)

(Camino de Estella a Belorado, del martes, 2 de abril al viernes, 5 de abril de 2013)

2 de abril de 2013: (Continuación) De repente, el despertador (en realidad la alarma del móvil) ha sonado debajo de mi almohada y me he despertado. No recuerdo cuándo me he dormido. Solo sé que es la primera mañana de mi nuevo camino y que hay que ponerse en marcha cuanto antes. Enseguida he apagado el móvil. Lo primero que he hecho, lógicamente, ha sido ir corriendo a mi mochila y comprobar que conservaba todo mi dinero, como así era. Aliviado, he cogido la mochila y he ido al cuarto de baño (para hacer lo lógico que estáis pensando) y además para usarlo como vestuario, recoger ahí el saco y prepararme sin molestar a los otros alberguistas que estuvieran todavía durmiendo. Soy muy consciente de que soy un escandaloso y me da vergüenza pensar que molesto a los demás. Recoger el saco es para mí un misterio más grande que el de la Santísima Trinidad. Al principio parece imposible meter tanta tela en una bolsa tan pequeña (aunque sabes que cabe, porque lo has sacado de ahí). Luego, con la ayuda de las rodillas, que pongo sobre el saco para apretarlo con mi peso y que ocupe así lo menos posible, me doy cuenta que sí, que el saco se comprime estupendamente y parece que va a caber sin problemas y con facilidad. Pero siempre hay una puntita que no entra, que se escurre como un pez, y a veces deshace en un solo segundo todo el trabajo que he hecho para meterlo en la bolsa. De manera que, después de tanto esfuerzo, me encuentro de nuevo con el saco fuera de la bolsa y esparcido, que parece que solo le falta reírse de mí y de mi impericia a la hora de meterlo. Raro es el día que no tengo que repetir la operación varias veces hasta que entra. Hoy no ha sido una excepción, menos mal que, cuando ya estaba desesperado y era la tercera o cuarta vez que lo intentaba y creía que no iba a conseguirlo, que me iba a tener que quedar metido en el cuarto de baño del albergue todo el día sin poder empaquetar mi ropa y sobre todo mi saco, inesperadamente lo he conseguido. Una vez salvado ese escollo, vestido y preparado para andar, he salido del cuarto de baño sin encender la luz. Al salir casi me he tropezado con un peregrino delgado y barbudo que entraba. Los demás parecía que todavía dormían. He recogido mis cosas a oscuras, procurando no olvidar nada, y he bajado a la cocina-comedor de la planta baja, que todavía estaba en tinieblas. Sin embargo, para mi sorpresa, no era el único, ya había algunos peregrinos con frontales y linterna para ver sin molestar preparándose para el camino. Era una cosa curiosa ver a esos fantasmas mañaneros moviéndose por la cocina y sin hablar, cada uno en lo suyo. Alguno se estaba calentando un tazón de café con leche para empezar con calor la jornada, otro desayunaba sumido en el silencio. Otros más comprobaban sus mochilas o ajustaban las correas de las mismas para que no se movieran al andar. Había una gran actividad, aunque en total silencio. Animado por el ejemplo de mis compañeros, he sacado mi linterna frontal de la mochila. Sin duda me vendría bien hasta que amaneciese. Desgraciadamente, no me había acordado de montar las pilas, y en plena oscuridad era imposible ver la posición de las mismas para que funcionara. Necesitaba luz. Le he pedido a un compañero que tenía un frontal que me ayudara. Este se ha acercado y ha alumbrado mi aparato para ver cómo debía colocar las pilas.“Van así, ¿ves?” Me ha dicho al tiempo que él mismo las colocaba. Al instante, el frontal estaba funcionando. Menos mal al compañero, que si es por mí… ¿A quién se le ocurre tener un frontal con las pilas quitadas? Tenía que haberlas metido anoche, con la luz, hacerlo al día siguiente en la oscuridad no se le ocurre ni al que asó la manteca. Una vez colocado el frontal sobre el gorro de lana negro (cortesía de una marca de ron) mi aspecto, creo yo, se parecía al de un minero dispuesto a trabajar. Pero antes de salir una duda me ha hecho vacilar: ¿Hacia dónde tenía que empezar a andar? Según recordaba del año pasado llegué al albergue por la derecha, con lo que tendría que empezar el camino por la izquierda, pero la memoria me podía fallar. Para aclarar dudas, le he preguntado a un chico pequeño tocado, como yo, con un gorro de lana (pero en éste no se anunciaba ninguna bebida). El chico me ha dicho que él tampoco lo sabía. Pues sí que estamos buenos ¿y si me pierdo nada más empezar? He pensado. Al final he decidido salir por la izquierda, me fiaba de mis recuerdos. Nada más salir por la puerta, mientras caminaba alejándome del albergue, he comenzado a repasar mentalmente mi equipaje para comprobar si me olvidaba de algo. Me iba palpando a través de mi ropa los bolsillos en donde había dejado cada cosa. Cuando estaba llegando a una plaza, no lejos del albergue, había llegado ya a repasar si llevaba los guantes (puestos), las tarjetas (en la cartera y ésta en mi bolsillo superior del cortavientos), el monedero (al lado), el gorro (en la cabeza) y el móvil, que estaba en alguno de los bolsillos. He empezado a palparme a ver dónde estaba el móvil, pero no lo encontraba. ¡Lo había dejado en el albergue! Muy nervioso, he vuelto corriendo por el mismo camino. En la mitad de mi carrera me he cruzado con el pequeño compañero de viaje, aquel al que había preguntado por la dirección del camino que debía tomar y no había sabido responderme. Cuando me ha visto volviendo se ha sorprendido. Le he aclarado que volvía porque me había dejado olvidado el móvil, no fuera a dudar de que hubiera tomado la buena dirección. Cuando he llegado a la puerta me la he encontrado cerrada. Menos mal que todavía había gente preparándose para salir. He llamado y enseguida me han abierto. Luego he subido atropelladamente a mi habitación, preocupado por si la rubia de gafas o algún otro me hubiera robado el móvil. He entrado sin encender la luz y he llegado hasta mi cama, todavía iluminada por la cruel farola que me ha tenido sin dormir toda la noche. Su molesta luz en ese momento me venía bien. He levantado la almohada, todavía caliente, y allí estaba mi móvil. Lo había apagado una vez que había sonado la alarma y no le había vuelto a hacer caso. Aliviado, suspiré y me lo metí en el bolsillo de mi cortavientos. Tenía que tener cuidado para que no volviera a pasar. Tras el pequeño susto, he vuelto a salir y reanudar mi camino. Estas son cosas que pasan. Iba a buen ritmo, no en vano me había preparado durante meses, yendo de mi casa, en Luchana-Barakaldo, a Portugalete. Es un trayecto que yo suelo hacer una vez a la semana, y en el que invierto no menos de dos horas. Me mantiene en forma durante el curso y evita que me apoltrone, pues mi tendencia es a engordar y no hacer deporte. Pronto he vuelto a alcanzar al joven con el gorro negro y los dos hemos seguido a la par un trecho. Hemos superado a una señora mayor delgadita y extranjera, que iba sola y avanzaba con la ayuda de dos palos. De esas hay muchas en el camino. Son mujeres con un cierto aspecto intrépido, que van haciendo la ruta de Santiago como el último sueño de su vida, su última aventura. Estábamos saliendo de Estella ya mi compañero y yo (voy a llamarle así porque, durante un tiempo lo ha sido, aunque más que ir juntos íbamos, como he dicho a la par y ni siquiera nos hablábamos) y todavía caminábamos con bastante oscuridad, con lo cual no ha sido raro que, en un momento dado, nos desviáramos. Nos hemos ido a la derecha cuando teníamos que haber seguido de frente. Mi compañero me ha seguido en el error, aunque después, cuando nos hemos parado para rectificar (no habíamos andado mucho) me ha indicado que ya se había dado cuenta de que ese no era el camino, ya que había visto a la señora mayor a la que habíamos adelantado seguir de frente. Además, había visto una marca en una farola, a la que yo no había prestado atención, que señalaba al frente y no a la derecha. Así pues hemos vuelto sobre nuestros pasos y hemos retomado el camino donde lo habíamos dejado. Delante de nosotros, golpeando rítmicamente el suelo con los bastones avanzaba la señora mayor, a la que enseguida hemos vuelto a adelantar. Según aumentaba la claridad iba cogiendo más confianza y más ritmo. Pronto he abandonado también a mi compañero, aunque la jornada ha sido larga y nos hemos cruzado varias veces durante el día antes de dejar de vernos definitivamente. El día todavía estaba entre dos luces, ya que ni era de día ni de noche, con lo que todavía no podía prescindir del frontal a pesar de que ya se veían muy bien las marcas del camino. A los pocos minutos, sin embargo, la claridad del cielo, que auguraba un sol cegador, me convenció de que debía quitármelo y guardarlo en un bolsillo, lo cual hice sin detenerme. Uno aprende a hacer muchas cosas mientras anda, es algo que la necesidad de avanzar sin parar que va imponiendo el camino te enseña. Poco a poco, el sol se levantaba con ganas de guerra. Sin embargo, sabía que no debía fiarme, me he acordado entonces de un refrán de mi padre que dice que el sol, cuando sale muy pronto con fuerza, nunca calienta. Al poco de dejar atrás por primera vez a mi pequeño compañero he tenido que esperarle. Me encontraba ante una encrucijada, con una calle que tiraba hacia delante y otra que bajaba por una cuesta, hacia la izquierda. No quería que me sucediera lo de antes y, mientras le esperaba para que me echara una mano en la elección del camino, he mirado por todas partes sin ver la flecha. Cuando éste ha llegado la ha visto sin problemas, a la primera. Creo que la luz del sol, que empezaba como he dicho a salir, había ocultado la marca en un rincón en sombra. Marcaba hacia la izquierda. Mientras bajaba la cuesta, me he retrasado porque he perdido un guante. Estoy convencido de que en este camino tengo que perder algo. Esta mañana al levantarme ha sido el móvil y luego el guante. Tengo que andar con cien ojos. Me había quitado los dos guantes porque no tenía frío, y mientras me quitaba el segundo mantenía el primero sujeto con la axila. Total, que para qué quieres más: guante al suelo y yo a volver a subir al cabo de unos minutos la cuesta para recuperarlo, que son guantes buenos. He recuperado el guante y la marcha, pero no a mi compañero que ya me llevaba una considerable ventaja. Lo veía subir a buen paso una cuesta ya muy lejos, destacando como una cucaracha negra sobre el frío paisaje. Su mochila, cubierta por una tela impermeable de color fosforito, destacaba desde la distancia. Yo también tengo una parecida, de la misma marca y también con una tela impermeable que sale de un compartimento inferior, pero yo no veía la necesidad de sacarla, porque el día estaba despejado. Pacientemente, he subido yo también la cuesta. Al final de ella me esperaban las bodegas Irache, vecinas del monasterio del mismo nombre. Había oído que en esas bodegas hay una fuente con vino y tenía curiosidad por saber si era verdad. En efecto, a la puerta estaba mi compañero, móvil en ristre, sacando una foto de una fuente de acero inoxidable compuesta de dos grifos de esos que se abren a presión y debajo un cuenco con desagüe parecido a una pequeña fregadera. Debajo de uno de los grifos el vino había dejado una marca en el acero inoxidable de la fregadera. Por el otro solo salía agua. La fuente estaba dentro de las instalaciones de la bodega, al lado de una puerta corredera con rejas también de acero. Imagino que por la noche cierran la bodega para que nadie beba. Había que aprovechar, pues, el momento. Lleno de curiosidad, he abierto el caño por el que sale el vino. Un chorro de líquido oscuro ha salido a borbotones. Lo he probado con cuidado, no sabía si me iba a sentar bien a esas horas. Desde luego, no era el mejor vino que he probado en mi vida, pero qué quieres si es gratis. He aprovechado también para pedirle a mi compañero que me sacara una foto ante la fuente. Yo también le he hecho una a él. Luego, él se ha despedido con prisas. Parecía que iba a lo suyo, que no quería saber nada con nadie, de modo que le he dejado irse. Yo he continuado unos minutos haciendo fotos y leyendo un cartel. En parte, lo he hecho para guardar distancia con él. Según ponía en el cartel, todos los que pasábamos por la fuente salíamos en un video que se publicaba en una página web. Sólo había que consultar la dirección y el día en el que se había pasado por la fuente. Me he prometido que quizá, cuando volviera a casa, miraría las imágenes del día de hoy, a ver si aparecía en ellas. Pero en el fondo sé que no, que no las buscaré, a quién le importan unas imágenes en Internet. Cuando me he puesto en marcha de nuevo, la distancia con mi compañero ya era muy grande. Parecía imposible alcanzarlo. Ya en solitario, he continuado por un camino con altibajos. El sol seguía brillando, cada vez más, pero el refrán de mi padre ha resultado profético: sus rayos no me han calentado, y la brisa venía más bien fría. Todo parecía estar impregnado de frío en esa mañana extrañamente soleada. Así, las cumbres de mi derecha estaban cubiertas de bancos de niebla. Parecían montes nevados. Y por otro lado a lo lejos, a mi izquierda, se veían unos montes, esos sí blancos de nieve en sus cumbres. La visión de los dos tipos de masas blancas era hermosa, parecía un trampantojo en el que resultara difícil dilucidar qué era niebla y qué nieve. He llegado a una bifurcación del camino. Consultada mi guía (que en mi caso no son más que unas hojas impresas con información sobre el camino sacadas de una página web de Internet) he elegido la vía de la derecha. La guía me informaba que, de seguir por la izquierda, hubiese pasado por Montejurra, nombre sonoro que denomina un lugar boscoso e importante en el desarrollo de las guerras carlistas del XIX. Ese nombre me evoca cosas que yo no consigo explicar, me parece triste y oscuro, a la vez que me atrae por unas resonancias que no sé de dónde vienen. Intrigado por estos pensamientos, me prometo a mí mismo que, si vuelvo a pasar por ahí, quizá haga el otro camino, hasta Montejurra. El siguiente pueblo importante por el que he pasado es Azqueta. Había leído en la guía que en ese pueblo vivía “Pablito el de las varas”, un hombre que las hace artesanalmente de avellano y luego las regala a los peregrinos desde 1986. Sin embargo, no he visto a Pablito ni a nadie por la calle. De hecho, el único bar que he visto, el Azquetano, tenía la persiana bajada. Mala suerte, hubiera querido desayunar, porque el sol ya estaba alto. Supongo que en ese bar sería donde “el de las varas” vive, pero nunca podré estar seguro salvo si vuelvo otra vez por ahí. Me he quedado sin vara, pero no me importa, porque tengo un buen bastón. Un buen apoyo al caminar es fundamental en el camino. Hace que tu andar sea más desahogado, te permite ir más erguido. La primera vez que hice el camino, por ejemplo, no llevaba bastón, y al final, cuando llegué a Santiago, iba encorvado como un viejo. También es importante hacerte uno con el bastón, acostumbrarte a llevarlo. Ese mismo año, el año en que acabé el camino, justo en la etapa que terminaba en O Cebreiro, unos hombres me regalaron un bastón hecho de una rama de árbol. Era pesado e incómodo, pero era un bastón. Lo dejé olvidado al día siguiente en la cafetería en que desayuné. Lo dejé porque durante los tres días en que había estado caminando hasta entonces lo había hecho sin bastón, me había acostumbrado a ir así, y el nuevo bastón no formaba parte de mí, era un elemento extraño. O sea, que casi mejor si no he encontrado a Pablito, casi mejor si no me ha dado la vara de avellano. Sería muy bonita, pero seguro que la hubiera olvidado en cuanto me hubiera detenido a atarme las botas. Desde Azqueta he seguido mi camino en busca del próximo pueblo: Villamayor de Monjardín. Ahí, pensaba, podría tomar un café y un bollo, que era lo que necesitaba mi cuerpo. Me quedaban unos pocos kilómetros que, sin embargo, se me han hecho ya pesados. Tenía fuerzas, pero ya estaba gastando las reservas que me quedaban. Necesitaba descansar, además, sentía cada vez el estómago más vacío. Antes de llegar al pueblo he ido viendo, encaramadas a una colina, unas ruinas. Se trataba, según supe luego, del castillo de San Esteban de Deyo. Al verlas me sentí transportado a otro lugar, pues esa colina en la que estaban las ruinas se parecía mucho a otra que existe en mi pueblo de Segovia, Pinarnegrillo. Bueno, en realidad no es mi pueblo, sino el de mi madre, pero como si fuera mío, porque llevo yendo a él todos los veranos y muchas Semanas Santas desde que era muy niño. Pinarnegrillo tiene, aparte del casco urbano y las tierras colindantes, una amplia superficie situada no lejos del pueblo, pero distante unos cuantos kilómetros. Es otro término aparte, y es un desierto, un lugar despoblado en el que sólo hay caminos, pinares, un río y una colina parecida, como digo, a ésta del castillo de San Esteban de Deyo, incluso en la punta del cerro hay también unas ruinas, solo que las de ahí son las de un palomar y aquí eran las de un edificio de defensa militar, un castillo. La colina y todo el término de Temeroso de Otero, que es como se llama esa isla desgajada de Pinarnegrillo, tiene un pasado un tanto misterioso. Según dicen (aunque estas historias van cambiando según quién te las cuenta y nunca me han quedado claras) en el lugar había un palacio donde vivían unos señores importantes, de esos con dinero, de calidad. El palacio acabó abandonado y se hundió, no sé por qué razón. Después construyeron un hotel, pero se quemó, tampoco sé cómo, y toda la gente que vivía ahí (y que dependían primero del palacio y luego del hotel) se fueron, quedando el lugar definitivamente desierto. Y así ha permanecido hasta hoy. De hecho, es muy difícil llegar al lugar en coche, pues no hay carretera. La única manera de hacerlo es por medio de un camino de tierra apisonada lleno de baches. Para mí, el nombre de Temeroso (así, en corto, sin añadir el apellido que lo acompaña) evoca misterio. Por eso, me ha sorprendido encontrar un lugar parecido en Navarra. Quién sabe si este sitio encierra también un enigma de gentes que vivieron y amaron, enigma de unas ruinas de las que poco o nada se sabe, enigma lleno de muerte, de tristeza y de abandono. La colina se veía kilómetros antes de llegar al pueblo de Villamayor y Monjardín, y estaba situada encima del pueblo, dominándolo. Cuando me estaba acercando a él, he visto al coronar un alto del camino una hermosa torre de iglesia, o de convento, no estaba seguro, que marcaba el lugar donde estaba el pueblo. Me he alegrado, porque sentía que estaba cerca del descanso de media mañana. Más cerca de mí, a la derecha del camino, había una curiosa construcción situada a unos cien metros del pueblo. Se trataba de un aljibe, llamado “La Fuente de los moros”, una especie de piscina en realidad, protegida por una construcción con tejado a dos aguas que a mí, la verdad, me ha recordado a una pequeña ermita. El edificio era muy evocador y sugerente: tenía, por el hecho de guardar esa especie de piscina, algo como de lugar dedicado a antiguos ritos del cristianismo, como si ahí se hubieran realizado bautismos de adultos en una lejana y oscura época. De hecho, al entrar en el recinto de la Fuente de los moros, he contemplado en el suelo del mismo unas escaleras labradas en piedra que se sumergían en un agua transparente de color azulado y gélido. Mi mirada se ha clavado, entonces, en el fondo. Durante un momento he tenido el impulso de sumergirme en esas frías aguas y olvidarme de todo, olvidarme del camino, de mi trabajo, de mi familia, del dolor por la muerte de mi hermano, de todo. Era absurdo, pero lo deseaba de verdad, como si, de esa manera, quisiera empezar de nuevo mi vida, como si el camino me ofreciera en ese rincón, a esa hora en concreto, la posibilidad de comenzar de nuevo y solo tuviera que dar un paso al frente para sentirme liberado por fin. Hubiera sido hermoso penetrar en las aguas hasta verme cubierto por ellas, entrar en un nuevo y subacuático mundo, para volver de nuevo al mío purificado. Pero justo cuando mi pie se adelantaba de manera absurda y suicida hacia el primer escalón bañado por las heladoras aguas me he dado cuenta del sinsentido de esos pensamientos. Así que he salido de la caseta que guarda la fuente dispuesto a continuar mi camino. Los sueños y las evocaciones poéticas están bien, pero hay que ser realista. No es que me quisiera suicidar, sencillamente he fantaseado con la idea de bautizarme en esa agua fría y purificadora. Ojalá empezar de nuevo y olvidar el dolor fuera tan sencillo… Eso de querer liberarme de una manera drástica me ha pasado otras veces en mi vida. Recuerdo que cuando era un chaval un día subí al monte con mis amigos. Era verano y teníamos mucho tiempo libre. Nuestra intención era llegar a un monte que conocíamos como el Ereza, y que cuando llegó la democracia, el Gobierno Vasco y los deseos de recuperar la toponimia vasca en toda su pureza se convirtió en el monte Eretza (aunque yo lo sigo llamando Ereza). Pero a lo que iba. El monte en cuestión se ve desde mi barrio, tiene una loma continuada y ascendente por un lado y un terrible acantilado partido en dos por en medio, una especie de raja por la que puedes escalar, o caer, por el otro. Como dice un amigo mío, parece un culo. A mí nunca me lo ha parecido, más bien me parece un monstruo oteando el horizonte, pero allá cada cual con sus obsesiones. Tras una larga travesía de verano con un sol de justicia, llegamos a la base del monte. Se alzaba sobre nosotros amenazador, como una pirámide de sacrificios dispuesta a aplastarnos. “Hostiássss, acojona”, comentó uno de mis amigos. De hecho, solo el amigo que hizo ese comentario y yo nos atrevimos a continuar, vista la pinta que tenía la subida. Los demás se quedaron en la campa, a los pies del monte. Mi amigo Santi y yo subimos por la loma, que cada vez era más empinada. Llegó un momento en que la inclinación era tal que un paso en falso nos hubiera llevado a caer dando vueltas de nuevo al pie del monte. Por fin, llegamos a justo al principio del acantilado, de la raja que divide en dos la cabecera del monte (o del culo, según alguno). Quedaba ya muy poco, pero era lo más difícil, porque teníamos que escalar. Menos mal que éramos jóvenes e inconscientes, si no nos hubiéramos matado. Al final, coronamos la cumbre, y cuando me di la vuelta y miré hacia el precipicio por donde acabábamos de subir vi muy abajo la campa donde estaban mis amigos, los que se habían quedado sin subir, y detrás una loma suave y ascendente cubierta de verde hierba y más montes cubiertos de pinos alejándose a lo lejos. La campa en forma de tobogán que volvía a ascender me pareció una pista de aterrizaje. Me entraron unas ganas locas de coger carrerilla, lanzarme por el barranco y caer pegando un grito salvaje desde esa altura. Me pareció que solo por ver toda la altura del monte y del precipicio extendido ante mí mientras caía hubiera merecido la pena. Fueron unos deseos muy fuertes, pero no me lancé, porque era absurdo, pero reconozco que entonces, me entraron ganas de saltar, como esta mañana me han entrado de sumergirme. Me he alejado para ver el edificio de la fuente enmarcado por la colina donde se encuentra el castillo de San Esteban de Deyo. Ambas, colina y fuente, constituían un conjunto hermoso, bañados por la luz amarilla y potente de este sol que no acababa de calentar. Encantado por la visión de ese lugar tan evocador, le he hecho un montón de fotos. A veces el conjunto de la colina y las ruinas me parecía amenazador, como un pequeño castillo de Drácula que vigilara y acechara a los que pasan por el camino y a los vecinos del pueblo. Era como si algo tenebroso y dominante estuviera a punto de caer en vuelo racheado desde ahí en cualquier momento. Otras veces, sin embargo, el castillo solo me parecía un lugar curioso.

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