Por el camino del dolor (III)
(Camino de Estella a Belorado, del martes, 2 de abril al viernes, 5 de abril de 2013)
2 de abril de 2013: (Continuación) Por fin he entrado en Villamayor y Monjardín, el pueblo que anunciaba de lejos la hermosa torre de la iglesia. Según me acercaba me he admirado de la esbeltez de la torre. No parecía corresponderse con la iglesia, que era más bien pequeña. He comprobado con curiosidad que no había varias iglesias ni un conjunto monumental, por ejemplo un convento con su claustro. Según me acercaba al pueblo, la monumentalidad de la torre me había despistado. He pasado al lado de ella, pero mi objetivo no era visitarla, sino otro más prosaico: encontrar un bar. Lo buscaba ayudado por mis amigas, las flechas amarillas, las cuales me han dirigido a unas empinadas escaleras, y de ahí a una plazoleta, encaramada como una atalaya que vigilara el camino. En una esquina de la misma placita, un cartel salvador anunciaba un bar. Era un bar de pueblo, minúsculo, con una pequeña barra a un lado y unas pocas mesas al otro, pero la barra tenía a esas horas ya de todo para comer. Satisfecho, me he liberado de la mochila y desentumecido los músculos. A continuación he pedido un café con leche acompañado de un bollo del bar y un trocito de rosquilla traída del pueblo que guardo en mi mochila. La historia de esta rosquilla que traigo del pueblo tiene algo de entrañable para mí. Todos los años, por Pascua, mi tía Petra me regala una. Compra una por cada sobrino que tiene, pues es soltera y sin hijos, y las guarda en un comodín alto, enorme, de cajones mayúsculos y edad imposible de inquirir. Este año, sin embargo, mi tía estaba muy torpe, más que nunca, porque ya es muy mayor. Andaba como una muñeca estropeada, poquito a poco hasta llegar donde quería, y sus paseos no solían ser más largos que de la cama al sofá de la sala y de allí al cuarto de baño. Ya casi no salía de casa. En realidad, tal como está ya no puede vivir sola, y está durmiendo en casa de mi otra tía, mi tía Nica, su hermana pequeña. Ninguna de las dos son unas niñas. Mi tía Petra ha cumplido el pasado mes de junio noventa años, y mi tía Nica tiene un poco más de ochenta, creo. En estas circunstancias se entenderá que este año mi tía Petra ya no me regalara la rosquilla de rigor. Tampoco la metió en el comodín enorme. Del año pasado a éste todo parecía que había cambiado. Así pues, la que he traído este año para el camino me la ha comprado mi padre, que parece haber tomado el relevo a mi tía Petra en eso de darme la rosquilla por estas fechas. Mientras estaba desayunando, ha llegado una pareja de peregrinos: hombre y mujer. Los había visto antes, esta misma mañana. Por entonces el compañero del gorro negro y yo todavía íbamos casi a la par. El era un hombre un poco más mayor que yo (según supe más tarde), robusto y con el pelo rapado al cero. Ella era una mujer rubia, todavía joven, y no exenta de cierto atractivo. Ambos transmitían una cierta imagen de clase, de elegancia, tal vez por la ropa de marca que llevaban. Cuando he pasado por su lado, él le estaba sacando una foto a ella ante un campo de cereales verdes que se perdían a lo lejos en un horizonte azul. El sol brillaba con una hermosura increíble, inundando las suaves colinas cerealísticas como si fueran una manta extendida bajo los pies de la mujer. Ella permanecía ante la cámara coqueta, consciente de que ese fondo de paisaje era ideal para la foto, satisfecha porque sabía que iba a quedar muy guapa. La pareja irradiaba en ese momento un magnetismo al que era difícil sustraerse. Recuerdo que al pasar a su lado he pensado: “estos, no sé por qué, no parecen mala gente, pero creen que son mejores que los demás”. A veces descubro esa parte de mí que prejuzga, y me odio por ello, porque precisamente es lo que más me molesta de los demás: que me prejuzguen. Sin embargo, esta mañana no he podido evitar tener la sensación de que estaba ante una gente que no era mala, pero que sí me miraba como desde otra realidad, como si estuvieran en el centro de un mundo en el que siempre iban a tener la razón. No obstante, por supuesto, cuando horas después nos hemos visto en el bar de Villamayor y Monjardín he hecho caso omiso de esas sensaciones y les he saludado. Era lo normal, ya nos conocíamos de vista y, además, es lo que impone la cortesía entre peregrinos. Ellos se han sentado en una mesa al lado de la mía y han permanecido ahí, tranquilamente, sin acercarse a la barra. Sin duda, esperaban que el camarero se acercara y les preguntara qué querían. Este se les ha quedado mirando desde su sitio, y sin moverse de ahí les ha aclarado que, en ese bar, si querían algo, tenían que acercarse y para pedirlo. No te fastidia, los muy señoritos, ha dicho mi intuición (que es una sabelotodo, como ya habréis visto). ¿Qué creían, que les iba a atender un camarero con librea? ¿Acaso se creen mejores que los demás? Yo he ido a la barra a pedir, que se fastidien y hagan lo mismo. ¿O qué se creen, que les tienen que servir porque usan ese champú que anuncian en la tele, ése en el que aparece una modelo famosa que afirma que “ella lo vale”? Ya pueden irse al lugar de donde han venido, que ésas no son las costumbres aquí, y cuanto antes lo aprendan, mejor. Y luego, para demostrar que yo no era como ellos, que miran a todo el mundo por encima del hombro, cuando he acabado mi café he llevado la taza y el plato que he usado y me he puesto a hablar con el camarero antes de proseguir viaje. Así esa pareja de engreídos vería que a mí no me importaba hablar con él, que a fin de cuentas era gente del pueblo, como yo. Pero no he tenido el éxito que esperaba. Se ve que el camarero no me ha reconocido como un hijo del pueblo. O puede que, sencillamente, no tuviera ganas de hablar. El caso es que, sobre todo al principio, me ha respondido con indiferencia, usando fundamentalmente monosílabos, como esquivando entablar conversación. Claro, he pensado para justificar la situación, es algo lógico, estará más que harto de ver cada día caras nuevas. ¿Quién quiere establecer relaciones con gente que va de paso y a quienes posiblemente jamás volverás a ver? Pero también era posible que no me prestara mucha atención sencillamente porque yo no era nadie especial. En efecto ¿en qué me diferenciaba ahora de mis amigos, los orgullosos? ¿Acaso no quería, como ellos, que me trataran bien, que me tuvieran en consideración? Yo no era mejor que ellos. No obstante, cuando le he comentado al camarero que quería llega a Torres del Río, parece que ha mostrado interés, y ni corto ni perezoso ha puesto en mis manos unos folletos publicitarios de un albergue de ese pueblo. De repente se había vuelto supersociable y comunicativo, realmente parecía otra persona. Este albergue está muy bien y hace poco que lo han abierto. No te voy a decir que es el mejor, me ha dicho, eso tú verás. Tú vas ahí, comparas, y eliges el que más te guste. Según aclaraba el folleto, el albergue tenía piscina, restaurante y hotel (aparte de las habitaciones del albergue, claro). Bueno, le he dicho, ya veré, me lo pensaré. Y por dentro pensaba: “ahora hablas conmigo, sinvergüenza, seguro que tienes comisión con ese albergue. Por el interés te quiero, Andrés.” Y una vez visto lo visto en el bar, he salido del mismo con un sencillo “hasta luego”. Pero antes de continuar, he bajado hasta la iglesia. Me parecía que merecía la pena. Estaba cerrada, pero me ha seguido impresionando su torre alta y esbelta. La iglesia tiene la entrada a través de un patio al que se accede por un arco, lo cual le da un aspecto de “sancta sanctorum”, de lugar apartado. Como he dicho, era mucho más pequeña de lo que podía parecer por su torre tan esbelta, pero ha merecido la pena dar un par de vueltas, contemplar su portada y aspirar el aire todavía frío y húmedo de la mañana. Era un aire que llenaba de melancolía mis pulmones, pero también me daba paz, comunicándome con tantos y tantos feligreses que a lo largo de los siglos pasaron por la puerta de esa iglesia buscándola. Luego, de nuevo carretera y manta. La próxima parada técnica iba a ser Los Arcos. Durante mi trayecto hasta ahí no ha habido mucho que reseñar. Únicamente me ha llamado la atención una construcción, una especie de nave pequeña hecha con bloques de piedra que tenía colocada encima de su tejado, una estatua de inequívoco estilo griego. No creo que fuera una estatua original, sino una reproducción. La estatua parecía de mármol muy blanco y representaba a una joven que llevaba apoyado en la cadera un cántaro. El cuerpo de la figura se curvaba graciosamente, imitando el balanceo de la joven procurando mantener el equilibrio al andar con dicho cántaro a su costado. Era una graciosa figura que contrastaba con la tosquedad y sencillez del edificio sobre el que estaba colocada. Me he acercado para ver para qué servía esa nave, pero no he conseguido averiguar nada. Solo que estaba cerrada, aunque por debajo de la puerta, por una ranura situada a su lado, salía un pequeño reguero de agua por un canalillo, como si dentro hubiese un aljibe parecido a la fuente de los Moros, de la que ya he hablado, pero éste estaba cerrado. Intrigado, he seguido mi camino sin tener ninguna respuesta. Poco después he visto a lo lejos a mi compañero de la mañana. Era fácil de distinguir, porque tenía todavía puesto por encima de la mochila el plástico de color fosforito que la cubría para evitar que se mojara en caso de lluvia, a pesar de que el sol brillaba y era evidente que no iba a llover. Llevábamos más o menos el mismo ritmo de marcha, pero separados por una distancia que al principio era cercana al kilómetro. Poco a poco, sin embargo, he ido acercándome a él, ya que yo era ligeramente más rápido. He tenido que esperar kilómetros y kilómetros hasta tenerlo al alcance. Me iba a acercando a él imperceptiblemente, arañando minuto a minuto la distancia que nos separaba. Durante horas he seguido sus pasos a lo lejos, subía lomas para luego bajarlas, le perdía a veces de vista en recodos del camino, para volverle a encontrar varios recodos más adelante. Parecía que nunca lo iba a alcanzar. Pero, al final, me he acercado por su espalda a pocos metros ya de él, y a esa distancia era evidente que más pronto que tarde iba a conseguir rebasarle. Mientras me acercaba, iba observando su figura y aspecto en general. Su ritmo era enérgico, constante, ayudado por dos bastones para andar con más apoyo. Seguía con su gorro negro calado, cosa que a mí me hacía gracia porque le hacía parecer un enanito del bosque. Su cuerpo, menudo y enérgico, contribuía a esa imagen. Vestía ropas negras y en sus pantorrillas polainas para proteger los bajos del pantalón de barros. He mirado entonces los bajos de mi pantalón, negros también y manchados de barro sin remedio. A ver si la próxima vez me traigo las polainas, he pensado con fastidio. Sería una buena idea. Cuando, por fin, he conseguido tenerle a la par, se ha establecido una breve conversación los pocos minutos que hemos caminado juntos. Ha sido una conversación mecánica, de circunstancias. Mi compañero de camino, al contrario que otros, no daba pie a una relación más cordial. De hecho, daba la impresión de que la rechazaba, y que quería dejar claro que prefería ir a su aire. Le he dicho que haría una pausa en Los Arcos, porque sentía los pies muy calientes e irritados. Quería quitarme las botas e hidratarlos con vaselina. El me ha señalado que me los cuidase, y que al menor síntoma de tener una ampolla pusiese remedio. Y no ha habido más. Sencillamente, he continuado mi camino y le he ido dejando atrás.
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