Celebración eucarística: Domingos a las 11:00h - ¿cómo llegar?

Por el camino del dolor (IV)

(Camino de Estella a Belorado, del martes, 2 de abril al viernes, 5 de abril de 2013)

 

2 de abril de 2013: (Continuación) Poco después he llegado a Los Arcos. Ahí he hecho otra parada. El sol iluminaba la plaza, que tenía forma puntiaguda, casi como una calle que se va cerrando. Se accede por una calle que te mete de lleno en ella, y lo primero que se ve es a un lado casas porticadas y al otro la iglesia. En la esquina que queda en medio, una puerta adornada con un arco de cierta elegancia conduce a la salida del pueblo. El sol iluminaba y alegraba el lugar, aunque seguía sin calentar. He entrado en un bar, el primero que he encontrado, para qué buscar más, si urgía descansar y ver qué tal estaban esos pies que ya me ardían. Dentro del establecimiento había un grupo de mujeres maduras, pero todavía con ganas de hacer cosas. Se las notaba contentas de estar viviendo juntas la aventura de andar el camino de Santiago. Una de ellas ha pedido un café con leche en vaso. Para qué quieres más, en cuanto he visto el vaso enorme de café con leche me he dicho a mí mismo que eso era lo que quería para mí. Al ver que pedía lo mismo que su amiga, una de las del grupo se me ha quedado mirando. Un hombre solo rodeado de mujeres es una ocasión demasiado tentadora para dejarla pasar sin decirle alguna gracia. Eso es pedir el biberón, me ha dicho la mujer no sin guasa. Sí, es cierto, he dicho, pero bastante ejercicio he hecho ya. Hay que darse un capricho de vez en cuando. Luego me han preguntado de dónde venía. Huy, de Estella, eso es muy lejos. Esas jornadas las andábamos nosotras el año pasado, pero ya este año vamos más tranquilas, me han dicho, deseosas de establecer comunicación. Es lo que tiene el camino, que puedes hablar con quien quieras. Tras la necesaria y agradable conversación, he salido al sol, a tomarme el dulce y calentito café con leche sentado en una de las mesas. Al tiempo, me he quitado las botas y me he masajeado los trabajados pies con vaselina. La situación era agradable: yo, mi café, mis pies masajeados y descansados al aire, sin importar quién pasara y me viera de esa guisa, y el sol calentándome tímidamente. El café con leche estaba bueno y veía pasar a la gente por delante de mí. Me sentía en la gloria. Un chico joven y barbudo se ha acercado trayendo de la correa a un perro pequeño. Se trata de uno de esos perros que parecen “micro-dóbermans”. El joven ha amarrado el perro a la pata de una silla cercana y lo ha dejado fuera del bar. Al parecer, el chico conocía a la camarera, una joven de aspecto agradable, y prefería estar con ella hablando que pendiente del animal. En todo momento, mientras el perro ha permanecido amarrado frente a mí, a un metro escaso de mi mesa, no ha parado de mirar alternativamente a su amo, que estaba hablando tranquilamente con la camarera, y a mí. El chucho temblaba de pies a cabeza, sobre todo cuando miraba a su amo. Parecía no comprender que le hubiera dejado ahí, castigado a la pata de una silla, mientras él hablaba con la camarera. Y cuando me miraba a mí, parecía pedirme con la mirada que por favor no le hiciera daño. La verdad es que estos perros tienen siempre una constante cara de pena que no me hace ni pizca de gracia. Despreocupado de tan insignificante animal, me he dedicado a mirar la base del dedo gordo del pie derecho, que me molestaba. Siempre acabo más machacado en el pie derecho que en el izquierdo, porque es el pie en el que me apoyo. Sin duda me estaba saliendo una ampolla ahí, justo debajo del dedo. Posiblemente, he pensado, el problema está en mis botas. Las botas que calzo en este camino no son aquellas con las que habitualmente entreno una vez a la semana para prepararme antes de hacer estas etapas. Las mías, las que uso habitualmente, son unas botas gastadas ya hechas a mis pies. El problema es que no las he podido traer porque están demasiado usadas, de hecho tienen despegada parte de su superficie y, si llueve, podría entrarme agua en los pies. Y eso es algo que no puede sucederle a un peregrino: que sus pies sufran más de lo necesario. Efectivamente, la semana pasada, justo antes de emprender el viaje que me llevaría a Estella y de ahí al lugar donde ahora estoy, pasé unos días en el pueblo con motivo de ser Semana Santa. Un día de estos que estaba en el pueblo, salí a dar un breve paseo de entrenamiento. Había llovido (hemos tenido una Semana Santa muy fría y lluviosa) y me mojé los pies. Fue entonces cuando supe que no podría usar mis amadas botas de siempre ¿qué pasaría si me llovía en el camino? (lo cual, por otra parte, parecía muy posible). De modo que, a última hora, he tenido que echar mano de otras botas de monte que siempre tengo en reserva, pero que hasta ahora había usado menos. En teoría, las botas que he traído son mejores, más resistentes e impermeables. Además son cerradas hasta el tobillo (las otras no), con la consecuente mayor seguridad para mí, que tengo tendencia a sufrir torceduras. Suelo torcerme el tobillo una vez cada año, casi como una tradición, y lo paso fatal durante semanas, a veces los dolores son terribles. Lo malo de estas botas es que todavía no están hechas a mis pies. Son más rígidas y, según he descubierto hoy, me hacen un daño insoportable en un lateral de un pie, justo a la altura del tobillo. Es como si uno de los cordones de la bota estuviera excesivamente tenso y me estuviera cortando el pie a esa altura. Cada vez que ando es un suplicio. He intentado remediarlo aflojando los cordones, pero da igual, es un misterio qué provoca ese dolor. ¡Cómo añoro mis viejas botas! Esas, por lo menos, no hacían daño. Al poco tiempo de estar en la terraza de la cafetería he visto llegar a mi callado compañero, todavía con el gorro calado. Nos hemos saludado sin más. También he visto a la simpática Anaïs y a su callada compañera, Denise. Y es que en el camino parece que todos nos volvemos a encontrar tarde o temprano. O no. Nada más intercambiar los saludos de rigor Anaïs me ha informado de que a Denise le dolía la tripa y que no podía continuar. Se quedarían en Los Arcos hasta que se le pasase, ya habían acudido al médico y éste le había recomendado reposo y estar un tiempo sin comer nada. Cosas de las comidas, que a veces te sientan mal. No volveré a verlas. Una vez recuperado, me he colocado la mochila para continuar mi viaje, pero antes de abandonar Los Arcos y su preciosa plaza les he dicho a las mujeres de San Sebastián que me hagan una foto con la plaza y la puerta de fondo. Ha sido la primera foto en la que aparezco yo haciendo el camino este año. Es lo malo de hacerlo solo, que al final haces mayoritariamente fotos de paisajes, y que al enseñarlas te dicen: “y tú ¿dónde sales?” Por fin, he encaminado mis pasos a la puerta de salida de la plaza y del pueblo, no sin antes detenerme a admirar la portada de la iglesia de Santa María. Parece una tradición lo de fundar iglesias a lo largo del camino con el nombre de “Santa María del Camino”. En Galicia, el año que acabé el camino, estuve en una que se llamaba igual. La recuerdo. Era pequeña y acogedora. Esta de Los Arcos parecía más elegante y sólida, como una fortaleza medieval, pero no obstante su portada era muy bonita y merecía que le sacara unas cuantas fotos. Tras pasar la puerta me he encontrado al otro lado con un puente que me ofrecía paso franco al otro lado, cruzando el río. Salía reparado de Los Arcos, un pueblo que me ha parecido bonito. El sol, que me ha acompañado durante el café, ha seguido haciéndolo durante el resto del trayecto, aunque sin agobiarme. Iba más animado, porque sabía que, a partir de ese momento, comenzaba el principio del fin de esta jornada, el último tramo. Eso sí, aunque fuera la última parte lo cierto es que ha sido la más larga. Solo eran diez kilómetros, pero ya estaba bastante cansado de haber andado todo el día, y el deseo de descanso hacía mayor si cabe el sufrimiento. Los kilómetros se me han hecho eternos por los pensamientos negros con los que acompañaba cada paso. La verdad es que me ha dado por la melancolía. Porque, de la misma manera que el camino parece dar vueltas y dibuja en el paisaje lleno de lomas un entramado de caminos que van y vienen en la lejanía, como una serpiente que se enrosca, uno no puede evitar dar vueltas a su pensamiento cuando va tanto tiempo solo. Siempre hay dos caminos: el exterior y el interior, el camino que ves y el que tu corazón aprende, recuerda, el que se enreda en los recovecos de tu alma. Y de la misma manera que en la narración de este relato yo a veces  me equivoco y cuento primero lo último, o digo: “llegué al albergue” y a renglón seguido continúo: “es un sitio encantador”, y no importa que mezcle los tiempos verbales, porque todo lo siento lejano y cercano alternativamente; así, insisto, en esos momentos de soledad que te ofrece el camino, uno no puede evitar pensar en su interior en los grandes motivos que te acompañan en la vida, sin dejar por ello de contemplar los detalles y las flores del exterior, la magia que ofrece el camino según vas pasando. Por eso no he podido evitar pensar en mi hermano. El 31 de julio de 2012, a las seis de la tarde, mi hermano Carlos murió. Era el único hermano que tenía, y su muerte me partió la vida en dos como un hachazo. Ya nunca más sería la misma persona. A partir de ese momento sentí que comenzaba un nuevo yo, y me sentí solo y desamparado como hacía tiempo que no me sentía. Tener un hermano mayor es como tener un paraguas bajo el que te puedes refugiar. Al menos, así me pasaba a mí. Sabes que hay alguien con el que te liga algo muy especial, que va por delante de ti, desbrozando el camino, enfrentándose a las dificultades el primero antes que el peligro te toque a ti. Me sentía seguro y despreocupado porque mi hermano estaba ahí y siempre me ayudaría cuando acudiera a él en momentos de dificultad. O eso creía, porque él ya no está ahí, y desde que él no está me siento huérfano. ¿Cómo se llama el que ha perdido un hermano? Tenemos palabras como viudo, para el que pierde a su mujer, o la ya mencionada huérfano, para quien pierde a un progenitor, pero ¿qué es alguien que pierde a su hermano? No es nada, no hay palabras. ¿Cómo se puede echar tanto de menos a alguien que no ves durante semanas o meses? Porque a mi hermano había veces que no lo veía en mucho tiempo. Pero la respuesta es clara: porque sabes que está ahí y crees que siempre va a estar, por eso no lo echas de menos. Puede que no lo viera mucho, y que cuando lo veía no lo abrazara, ni lo hablara con palabras de amor, pero había una paz en mí que en el fondo de mi corazón me decía: “Tranquilo, todo está como siempre. Tu hermano está bien, donde tiene que estar y con la gente que le quiere.” Y es que eso es lo que te da serenidad y equilibrio: saber que los que tú quieres están ahí, y quizá por eso cuando mi hermano murió todos los valores, todas las seguridades se movieron. Era como si me hubieran quitado la dovela clave que sujetaba el arco, que yo creía perfecto, de mi vida. Y es que mi hermano era parte de mi ser. Yo era Jesús Mª de Frutos Tardón, y tenía un hermano, Carlos. El era como mis apellidos, parte de mí. Mientras mis pies sufrían el avance del camino, mi mente viajaba por estos últimos dos años al momento en que supe de su enfermedad. Una noche mi hermano me llamó. Estaba en mi casa, preparándome para ir a la de mi padre para cenar. Recuerdo que me senté en el sillón que está justo al lado de la mesita del teléfono para responder la llamada. Tengo una lámpara en ella para ver por si tengo que apuntar algo, por ejemplo un número de teléfono o cualquier otra cosa, y también para iluminar la sala sin necesidad de encender la lámpara central. La luz de esa lámpara me iluminó durante esa conversación que yo creí anodina. El tono de voz de mi hermano tenía algo raro. “¿Qué tal?”, le pregunté como siempre. “Bien”, me respondió con su voz enérgica, fuerte. Pero había algo que no encajaba. “¿Te pasa algo?” “Nada”, respondió, pero era mentira. Pausa dramática. “Que me tienen que operar”, me espetó de repente. “¿Operar? ¿De qué? ¿No será nada grave?” “No, no”, me tranquilizó. “Es en el páncreas, que han descubierto una lesión y tienen que abrir y quitar la lesión.” Lo dijo así, repitiendo dos veces esa palabra, lesión, como si quisiera ahuyentar la verdad terrible con ella, como quien agita un trapo ante un incendio para apagarlo. ¿Cómo no lo supe entonces, como había sabido por su tono que algo me ocultaba? No lo sé. El caso es que me quedé tranquilo. Pasó el tiempo y le operaron. Mi hermano, el que siempre había sido cuando éramos pequeños el más gordito y tendía al sobrepeso, en el último año se había quedado en los huesos, hasta el punto de que mi padre me confesó ya en casa, cuando volvimos de verle y estar con él la noche antes de que le operaran (le habíamos dejado descansando en la cama del hospital, si es que en esos momentos él pudo descansar) que le había visto tan aviejado que al principio, al entrar en la habitación, no le había conocido. Solo después de la intervención nos enteramos. Un tumor. La lesión era un tumor. Y de los malos. Mi hermano, a partir de entonces, pasó por un calvario de tres operaciones (dos de ellas, las dos primeras, con apenas dos o tres días de separación, pues sangraba después de la primera intervención y tuvieron que volver a abrir para ver cuál era el problema). También tuvo que sufrir numerosas y al cabo inútiles sesiones de radioterapia, quimioterapia y demás tratamientos agresivos. Aunque al principio pareció responder bien, el cáncer pudo más que la vida que brillaba en sus ojos y que el amor de todos los que tirábamos de él con nuestras oraciones y nuestras lágrimas para que se quedara en esta vida. El último año fue desesperante, me imagino, para todos los que estaban junto a él. Yo solía visitarlo los viernes, sobre todo a partir de la tercera operación. He oído decir que, si tras una operación de cáncer ésta sale bien y no hay una segunda intervención (en el caso de mi hermano la segunda no contaba, se la hicieron para cortar una hemorragia interna) cada día más de vida es un día ganado a la enfermedad. Pero si te operan por segunda vez eso es que el cáncer se ha reproducido y es el fin. Significa que el tratamiento no ha funcionado. A mi hermano le detectaron que el cáncer se le había reproducido en una revisión rutinaria once meses después de sus dos primeras intervenciones. Once meses en los que fue recuperando la alegría de vivir e iba diciendo por ahí que de eso él no se iba a morir. Once meses de lucha contra la nada aniquilativa. La tercera operación le partió por la mitad su vida con más contundencia que un hachazo en la cintura. Cada viernes que iba a visitarle le encontraba más y más delgado, más torpe y consumido. Sin embargo, yo no perdía la esperanza de que el tratamiento evitara lo peor. Pero todo eso cambió de repente. Un mes antes de que muriera, a principios de julio, fui a unas jornadas por el ecumenismo que se celebraban en Collado Villalba. La estancia y lo que ahí sucedió e incluso a qué fui, poco importa. El caso es que a la vuelta desde Collado Villalba me asaltó una terrible sensación: “Mi hermano se muere”. Me dije de repente. “Se muere”. Fue todo tan repentino, que las lágrimas me sacudieron el cuerpo y temí durante un momento que podía estrellarme, pues estaba conduciendo mi coche por la autovía a 120 Kms/h. Tuve que quitarme las gafas, pues tenía los cristales salpicados de lágrimas y, por fortuna, me controlé lo suficiente para seguir conduciendo, pero la sensación no disminuía. “Mi hermano se muere. Se muere”. Me repetía con una cantinela que yo sabía que era cierta, como aquel día en que supe, lo supe, que él no estaba bien, y me dijo que le iban a operar y que era una lesión, tranquilo. No descansé hasta que fui a verle a su casa. Ahí estaba, débil, como siempre últimamente, pero vivo. Nadie me dijo que estuviera especialmente mal, pero algo en mi interior no me dejaba descansar. Luego me fui al pueblo y la sensación no me dejaba en paz. “Por favor, Señor,” repetía cada día, “que no llame mi cuñada, que no llame, porque si llama significa que es el fin.” Así un día tras otro. No dormía bien, y todo el tiempo tenía una desazón en las tripas como si se me hubiese quedado indigestado un eterno desayuno de leche agria que no lograba digerir. Por fin, una tarde, a la hora de la siesta, mi cuñada llamó. A las pocas horas mi padre y yo estábamos en el hospital tras cuatro horas de viaje. El calor sofocaba y sentía sudada toda mi espalda cuando llegué a la cama donde reposaba mi hermano. Estaba vivo. Pero nunca me habló durante esos días, sumido en una inconsciencia que se parecía mucho al sueño tranquilo de un niño que necesita descansar. Al principio, el primer día, era capaz de responder a estímulos muy básicos. Si le llamaban, él abría los ojos, como despertándose de una fatal siesta, volvía la cabeza y, al tiempo que miraba en la dirección de quien le había llamado, respondía con claridad y firmeza: “¿Qué?” Pero no era capaz de decir más. Solo sus ojos enormes, que parecían mirarlo todo, conservaban una vida y una energía increíbles. Luego, a veces, y con los ojos cerrados, solía levantar de cuando en cuando una mano temblorosa a la frente, como si le doliera la cabeza, o parecía frotarse el ojo, o la mejilla, no quedaba claro, pues su mano se quedaba a medio camino de esos dos sitios temblando también. Parecía como un niño con sueño o como si quisiera quitar de ese punto indefinido algo que le molestara. Entonces me fijaba en sus dedos: largos y finos, con las venas marcadas. Jamás había visto a nadie con las venas marcadas en los dedos, y pensé que mi hermano era solo huesos y venas recubiertas de fina piel. Hasta ese momento no me había dado cuento de lo consumido que estaba. Esos movimientos convulsivos de la mano eran la única muestra de vida de mi hermano aparte de sus fuertes latidos y su respiración. Al final, ni siquiera abría los ojos. Nada más llegar mi padre y yo levantaron la sábana y nos enseñaron sus pies. Estaban hinchados como botos. Siempre había tenido unos pies con mucho puente, muy feos, o eso creía yo, pero en esos últimos días estaban más deformes que nunca. Cuando los vi, se me ocurrió la absurda apreciación de que jamás volvería a verlo andar, que jamás volvería a andar con esos pies. Y mentalmente fui apuntando todas las cosas que nunca volvería a hacer: nunca volvería a comer callos, que tanto le gustaban, nunca volvería a sonreír, nunca volvería a contar un chiste ni a hablar con esa voz, con su voz. Me fijé de nuevo en sus pies. “Este chico pisa de punteras”, solía decir su madre, nuestra madre. Y, en efecto, parecía andar de puntillas, cargando los hombros, como si llevara un peso enorme sobre ellos o le dolieran los pies al andar. Su padre decía que cuando nació era todo ojos. Así es como lo recuerdo de niño, con esos ojos tan fijos, tan especiales. Por eso, cuando en los primeros momentos que asistí a su agonía los abría, no podía evitar verme reflejado en ellos y al mismo tiempo ver pasar toda mi infancia junto a él, junto a mi hermano. Junto a mi otro yo. ¿Merece la pena vivir si al final personas tan fantásticas como mi hermano mueren? ¿De qué sirve todo? Unos días antes de que empezara el camino había estado leyendo este pasaje del libro del Apocalipsis de la Biblia: “Después de esto, vi una grande muchedumbre, que nadie podía contar, de todas naciones, y tribus, y pueblos, y lenguas; que estaban ante el trono, y delante del cordero, revestidos todos de ropaje blanco, con palmas en sus manos: y exclamaban grandes voces diciendo: La salvación se debe a nuestro Dios, que está sentado en el solio, y al cordero. Y todos los ángeles estaban en torno al solio, y de los ancianos, y de los cuatro animales: y se postraron delante del solio sobre sus rostros, y adoraron a Dios, diciendo: amén. Bendición, y gloria, y salvación, y acción de gracias, honra, y poder, y fortaleza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén.” (Ap. 7; 9-12). Cuando lo leí, no pude evitar pensar: ahora mi hermano está en medio de esa reunión. Ve cara a cara a Dios, y puede comprobar cómo le adoran hombres y mujeres de todos los países y todos los tiempos. Sin duda será una hermosa fiesta y la estará disfrutando. Eso me consoló durante un momento. Pero enseguida me asaltaba la duda: si mi hermano no creía, o eso es lo que él declaraba ¿Estaría realmente en ese lugar? ¿O su alma se habría perdido eternamente, sepultada en una nada en la que Juan Carlos de Frutos Tardón habría dejado definitivamente de existir? Pero la esperanza es tozuda. Hoy por la mañana, qué casualidad, he abierto la Biblia como suelo hacerlo casi todas las mañanas. La voy leyendo por trocitos y, como he dicho, ahora estoy por el libro del Apocalipsis. Hoy me tocaba el capítulo 7, 16-17, y estas palabras me han llamado la atención y han renovado mi esperanza: “…ya no tendrán hambre, ni sed, ni descargará sobre ellos el sol ni el bochorno: porque el cordero que está en medio del solio, será su pastor, y los llevará a fuentes de aguas vivas, y Dios enjugará todas las lágrimas de sus ojos.” Si comparamos los dos textos veremos que el tono no ha cambiado mucho. Sigue apareciendo la idea de salvación, y la figura central del cordero, pero cuando esta mañana lo he leído he sentido que Dios estaba realmente junto a mi hermano, enjugándole sus lágrimas, y que la promesa de que ya no sufre hambre, ni sed, ni calor era cierta. Que mi hermano estaba donde tenía que estar, que estaba bien. Sí, tal vez, pensaba, mi hermano no creía en la salvación de Dios como la anuncian los cristianos, pero eso no quiere decir que Dios no crea en él. Conozco a Dios lo suficiente como para saber que él sí conocía a mi hermano. Conocía su corazón. Mi hermano amaba, y si Dios es amor, estoy convencido de que él está en Dios. Está con Dios. Puede que ni él mismo lo supiera, que no supiera de dónde le venía ese amor que le ayudaba a amar y perdonar por encima del dolor, por encima del daño que le hacían. Mi hermano era un buen hombre. Eso es lo mejor que se puede decir de un hombre. Pasó por la vida haciendo el bien y su muerte nos ha dejado un gran vacío ¿Por qué? Porque era alguien que merecía la pena, alguien, en el sentido original de la palabra, amable: digno de ser amado. Si eso es así, y sé que lo es, el amor suyo le ha salvado, porque solo puede estar ahora con alguien que sea puro amor. Y ese es Dios. Sin embargo, tengo mis dudas. Dudas que sé que no tendría si no tuviera fe, porque los que no la tienen solo dicen: “quiero creer que hay otra vida en la que esta persona que he querido sigue viviendo.” Pero los que tenemos fe no dudamos de que hay otra vida, pero tenemos miedo, porque queremos a mucha gente, y algunos dudamos que los volvamos a ver. ¿Qué criterios tendrá el Padre para decir: “ánimo, hijo, tu fe te ha salvado”? Cuando despertemos del sueño de la vida ¿quién nos dará el beso y el abrazo de bienvenida al nuevo mundo, al verdadero despertar, a la nueva vida? Y lo más duro de todo: ¿Estarán ahí las personas que yo aquí sigo queriendo, que tanto echo de menos? Mientras seguía caminando, concentrado en estas tristes reflexiones, no he podido evitar las lágrimas, que me borran el camino. No sirve de nada pensar en todas esas cosas, lo sé, pero no puedo evitarlo. Sé que dar vueltas a las cosas forma parte del duelo, que es una fase que tengo que pasar. Por eso no he rehuido las lágrimas, las reflexiones del camino en solitario, porque necesito reconstruir mi yo a partir de las ruinas que el último mazazo ha dejado en el solar de mi vida. Pero también sé que hay veces en que hay que dejarlo, tranquilizarse un poco y dejar de atormentarse, dejar de sufrir. Al menos, intentarlo. Así que me he centrado en el camino, he apretado los dientes y continuado, paso a paso, mi marcha. Quizá mañana entienda el porqué de tanto dolor. Quizá mañana. Mientras tanto, Dios me dice solo una cosa, una idea que es la única que queda en pie: “No tienes más remedio que vivir”, pero eso para mí no es suficiente. Necesito respuestas. De otro modo, sé que caeré en las ideas simplistas de siempre. ¿Para qué sirve todo? La vida ¿para qué sirve? ¿Acaso Nietzsche no tenía razón cuando decía que el hombre es una pasión inútil, un ser para la muerte? Eso es lo que mi cabeza me dice. Pero no lo creo. No lo creo aunque la vida me lo muestra. Y no lo creería aunque me lo repitieran veinte mil veces, porque sé que hay algo más que muerte. Sin embargo, ahora no veo nada esperanzador. No lo veo y lucho como un náufrago contra las olas de la tristeza, porque sé que existe una isla al final del mar, pero no la veo, y sé que si dejo de nadar me voy al fondo. Bajo mis pies, cansados de agitarse para sostenerse a flote, noto las sirenas, encantadoras, suaves y frías como peces hermosos. Me dicen: “deja de luchar, déjate hundir. Vive como si este día fuera el último, porque al final solo hay muerte. Todo lo que te han contado es mentira. Mira lo que le ha pasado a tu hermano. Podías haber sido tú. Nada merece la pena. Deja de nadar.” Toda la gente que conozco vive de espaldas a la muerte. De tal manera que la consideran algo antinatural: un castigo digno de la gente mala del mundo. Pero eso no es así. La muerte nos puede sobrevenir a cualquiera. Y puede descargar sobre justos e injustos su ira. No tiene conciencia, ni amor. No se fija en cómo ha vivido la persona. Por eso, algunas veces, cuando sobreviene el sufrimiento, decimos tonterías, porque intentamos verle una lógica a lo que no la tiene, y la muerte no es lógica. Alguien, en el velatorio de mi hermano, al verle en su caja, dijo: “Qué pena. ¡Y que siempre le sucedan las desgracias solo a la gente buena!” Yo entonces me quedé mirándole como sin comprender. El me repitió su sentencia, frase típica de funeral, pero yo le corté. “Te he entendido, pero no estoy de acuerdo, porque no es cierto. A los malos también les pasan desgracias, pero ¿quién se acuerda de ellos cuando les pasa algo malo?” De los buenos, de la gente que amamos, de ese tipo de gente, todo el mundo se apiada. De los asesinos psicópatas, de los que van por el mundo, como decía Machado, “apestando la tierra”, nadie se acuerda. A lo sumo, se dice: “ya era hora de que recibiera lo que se merecía.” La gente expresa sus juicios y sentencias por impulsos, según le conviene. Yo no quiero ser así. Quiero tener motivos para seguir viviendo, pero no unos motivos cualesquiera: necesito algo que no se tambalee con los embates de la vida. El motivo, la razón para vivir, siempre será personal. Puede que a ti, que lees esto, o a ti, que me encuentras por la calle, no te sirva, pero basta que me sirva a mí. Desde que murió mi hermano, mi cabeza me repite una y otra vez uno: Hay que vivir para disfrutar, no queda otra. Hace no mucho, una amiga mía, viéndome sufrir tanto, me lo decía: “Lo que tienes que hacer es disfrutar de la vida. Disfruta.” Curiosamente, en mi juventud más lejana otra amiga mía a la que quise mucho (tengo que confesar que tanto como a la otra a la que me he referido en primer lugar) me decía lo mismo. Incluso con las mismas palabras. No sé qué tendré que las mujeres a las que quiero acaban diciéndome lo mismo. Y es que el corazón, y éste es un nuevo inciso dentro de estos pensamientos desordenados, no es tonto. No se engaña. Siempre elige el mismo tipo de personas a las que amar. Siempre se engancha al mismo tipo de personas. Una y otra vez, como la niebla se engancha en las montañas. Ahora de nuevo ese pensamiento, el de disfrutar de la vida, vuelve a mí. Pero reconozco que todavía no tengo fuerzas. Todo es tan duro, tan azaroso… Llegado a este punto de mis dolorosas reflexiones, lo he dejado ahí. Sé que, durante mi camino, durante este camino que este año se me antoja más doloroso que nunca, tendré que volver a estos amargos pensamientos. Pero por hoy bastaba, había que continuar andando, era lo mejor. Así que me he concentrado en mi paso, mirando al suelo, intentando pensar en otra cosa que no fuera mi dolor. Sabía que, por más vueltas que diera, no conseguiría dar respuesta a mi necesidad de saber cómo seguir mi vida. Lo único de lo que estaba seguro es que hoy no iba a encontrar la respuesta. Por eso he vuelto a concentrarme en el camino, una vez más. El sol reinaba en lo alto, brillante entre claros que se abrían, amplios, a su luz, y el terreno ondulado ayudaba a que la marcha no fuera monótona. El camino me ayudaba a continuar. Quedaba mucho trecho por andar, mucha vida por vivir. Entre ayer y hoy he recibido varios “sms”. En ellos tres amigas me dan ánimos. Caramba, he pensado, no estoy solo con mis pensamientos. Me acompañan estas amigas con sus saludos. También mi tía Nica me ha mandado uno. Animo, Jesu, me pone sin más. Pero es suficiente. A veces me preguntan si no es aburrido ir solo en el camino. Y no es cierto, nunca voy solo, no solo por la gente con la que voy y con la que hablo durante el día o en los albergues, también es por la gente que me hace saber que se acuerda de mí, y también por la gente que recuerdo y que, a su manera, llevo conmigo. Un pajarito me ha acompañado con su vuelo en este último trecho durante unos cientos de metros. Parecía que competía conmigo, a ver quién llegaba primero: yo avanzando a pie por el camino o él volando de rama en rama por los arbustos que crecían en la cuneta izquierda. Siempre hacía lo mismo: volaba delante de mí, como si huyera espantado cada vez que yo llegaba a la altura de la rama en la que estaba posado; de nuevo volaba unos metros y parecía esperarme, colgado de una rama de arbusto, hasta que llegaba a su altura y volvía a salir volando, a posarse un poco más adelante en otra rama, y vuelta a empezar. El pajarito piaba alegremente y yo le respondía imitándole, succionando el aire entre mis dientes delanteros para producir un sonido agudo y rasposo. Siempre me han gustado los pájaros, pero nunca he conseguido aprender a silbar bien, haciendo canalillo con la lengua y produciendo un sonido fuerte y sostenido. Con el tiempo lo que único que he conseguido ha sido una pobre imitación succionando el aire entre dientes. Es un sonido sin fuerza, casi un chirrido, pero a mí me vale. Esta mañana, mientras avanzaba y olvidaba mis lágrimas de antes, he conseguido disfrutar del paseo. Me he dado cuenta, por un momento, que todo era bello y hermoso. No había motivo para estar triste y si el pajarillo que me estaba acompañando durante unos metros se iba definitivamente, como así ha sucedido al final, sabía que en el siguiente recodo habría más motivos de alegría para mis sentidos: más pájaros juguetones, más flores, más montañas… Un poco más adelante, ya cerca del pueblo al que me dirigía, he llegado a una zona en la que la gente había ido dejando piedras colocadas unas encima de otras, como pequeños túmulos funerarios. Siempre me he preguntado por qué lo hacen. Nunca he investigado mucho sobre el particular. Si veo que hay muchas piedras amontonadas en algún punto, sencillamente creo que son un intento de dejar un recuerdo en el camino, una señal de que se ha pasado por ahí. Pero en esta ocasión las piedras no estaban amontonadas sin más, sino colocadas como minúsculas edificaciones, cuidadosamente situadas las unas sobre las otras en equilibrio, de manera que las piedras más pequeñas estaban encima de otras más grandes. Se había puesto algo de cuidado en marcar el lugar, de manera que me he dicho a mí mismo que quizá esas piedras estaban ahí para mostrar a los caminantes por dónde va el camino. Quizá en este punto, en días de lluvia o nieve resulte más difícil continuar si no está marcado. Poco después de pasar esas piedras, he comenzado a sentir cansancio, ese tipo de cansancio que te avisa de que tienes que llegar rápidamente al albergue o lo vas a pagar al día siguiente. Mis pies hacía tiempo ya que ardían, y la vaselina que me había puesto en Los Arcos para hidratarme no parecía aliviar las rozaduras inherentes al avance. Estaba al límite de mis fuerzas, lo sabía. Y lo peor era que, aunque sabía que iba a llegar no tardando mucho, desconocía si iba a hacerlo en media hora o una, y eso (el desconocimiento de cuánto más tendría que sufrir) minaba mis fuerzas más que el propio camino. Al poco tiempo he visto a lo lejos unas casas. Era Sansol, un pueblo que está pegado a Torres del Río, mi destino, y me he animado. Ya faltaba poco. Sí, ya faltaba poco, pero aunque veía que el fin estaba ahí, al alcance de mi mano, seguía sin ver mi objetivo. Pensaba que, sin duda, desde Sansol se tenía que ver ya Torres del Río. La verdad era que estaba deseando llegar. Ya no me fijaba en nada ni disfrutaba. No me atraían los detalles del paisaje, ni las casas, ni nada. Lo único que tenía en la cabeza era llegar al pueblo, al albergue, y descansar al fin. Sin embargo, mi decepción ha sido grandísima, porque he abandonado Sansol y no se veía todavía nada deTorres del Río: ni una edificación, ni una torre de iglesia, nada que diera a entender que estaba cerca. Solo se veía un páramo de colinas subiendo y bajando bajo un sol cada vez mas fuerte, que parecía borrar los colores de las cosas, aplanándolos en una paleta de grises polvorientos. Sin duda eran pocos los kilómetros que me separaban del descanso pero ¿dónde estaba el pueblo? Procuraba no ponerme nervioso y seguir avanzando. Era, sin duda, lo mejor que podía hacer para llegar cuanto antes. El cansancio hacía que un metro me pareciera cientos de metros. La distancia era terrible para mi cuerpo, que cada vez estaba más cansado. Mis pies, por si fuera poco, seguían protestando, y mi estómago no sabía qué decir. Para mi desesperación, a la salida de Sansol el camino no continuaba recto, sino que se desviaba a la izquierda y parecía jugar al escondite, ocultándose en un profundo valle. Pero eso no era todo, poco después, cuando creía ir avanzando seguro, por un camino amplio, y que éste iba a continuar sin más cambios, las marcas me han vuelto a desviar, esta vez a la derecha, obligándome a coger una senda estrecha, tanto que al principio he dudado antes de tomarla. El camino que abandonaba parecía ancho y cómodo, y el que las flechas me indicaban era estrecho y cuesta abajo. Parecía que los que habían pintado las flechas querían jugarme una mala pasada, una broma de mal gusto, desviándome de una senda segura para obligarme a pasar por un sitio equivocado. Dudando, con la angustiosa sensación de que podía haberme equivocado, he continuado por la estrecha senda, la cual bajaba hasta un profundo valle, rodeando Sansol por abajo. Menos mal que mis dudas se han disipado enseguida, pues desde el fondo del valle he divisado una subidita y, encaramado al final de la cuesta, como acechando al caminante, Torres del río. Está situado en una cuesta que parece arrancar desde un abismo y sube hasta situarse en un nivel inferior a Sansol. Por eso no veía desde este último pueblo ni un solo tejado de mi destino, Torres del río parece haber crecido enfrentado a Sansol, pero está ligeramente más bajo, como si no pudiese disputarle a este último una primacía en la que gana, aunque nada más sea por altura. El pueblo parece, sin duda, un lugar que vive de los peregrinos. Nada más llegar a las primeras casas me han recibido carteles anunciadores de los distintos albergues que en él hay. Son lugares que se presentan como atractivos y prometen comida sabrosa, trato familiar, precio económico, instalaciones modernas…

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