Por el camino del dolor (V)
(Camino de Estella a Belorado, del martes, 2 de abril al viernes, 5 de abril de 2013)
2 de abril de 2013: (Continuación) La avalancha de publicidad que he encontrado al llegar me ha preocupado un poco. ¿Y si elegía un albergue malo? Casi estaba decidido, mientras me acercaba al pueblo, a meterme en el albergue del que me habían dado publicidad en Villamayor y Monjardín, pero ya no lo veía tan claro. Era evidente que ese pueblo de aspecto tranquilo tenía que ser un lugar de feroz competencia. Así que, como no quería decidir, y menos con el cansancio que llevaba encima, en cuanto he llegado a la plaza del pueblo y he visto una casa con pinta de albergue y un tío con aspecto de peregrino saliendo de ella, allí que he encaminado mis pasos. La casa tenía puesto en un lugar visible un cartel en el que claramente se leía “albergue”, pero aún así le he preguntado al jovenzuelo larguirucho si aquél era, efectivamente, el albergue. El cansancio me hacía ser desconfiado, todavía estaba mareado de ver tanta publicidad de sitios para dormir. El caso es que no me fiaba ni de mi sombra, no me fuera a meter en un antro donde me sacaran las perras y me atendieran fatal. El chico me ha mirado frunciendo el ceño, como si no me hubiera acabado de entender. Quizás, he pensado, porque no hablaba mi lengua. Sin embargo, tras un breve titubeo, el muchacho ha asentido afirmativamente y me ha señalado sin dudar la casa. Así que me he dirigido aliviado, sintiendo que estaba cerca del final de mi etapa y, por fin, del descanso. Ya estaba casi decidido a no ir al albergue que me habían recomendado. Si éste era bueno ¿para qué buscar más? Además, seguro que los precios de uno y de otro serían parecidos. Nada más entrar, la casa me ha sorprendido por su pequeñez. La parte de abajo está dividida en dos huecos: en el de la izquierda, nada más entrar, hay una combinación de tienda y cafetería, todo ello en un espacio más bien pequeño. Más al fondo hay otra habitación comunicada con la tienda. En ella hay una lavadora, una secadora y un lavadero manual de ropa. A la derecha y al fondo, ya fuera de la vista del que entra y resguardados por una pared que alberga el hueco de la escalera para subir al primer piso hay una serie de duchas pequeñas, pero limpias. Por otra puerta se puede acceder desde la fachada principal a la minúscula recepción, que comunica por la izquierda con la tienda y por la derecha con las empinadas escaleras de subida al primer piso. Todo el espacio está muy bien aprovechado. En la mesa de recepción me ha atendido un hombre joven con aspecto de indígena americano: tez oscura, pelo negro fuerte y tieso y ojos rasgados, un poco al estilo de los orientales. Me ha informado del precio por el alojamiento, que he juzgado bastante razonable, y me ha dicho que, si quería, por un poco más podía desayunar al día siguiente en la cafetería antes de salir. Le he preguntado qué había de desayuno y solo de oír las dulces y sencillas viandas se me ha hecho la boca agua. Tras pensármelo durante un segundo he accedido a quedarme, con desayuno incluido. Al ir a sacar la acreditación del bolsillo para que me la sellara, he sacado casi sin querer la publicidad del otro albergue, ése que me recomendaron en Villamayor. Le he comentado al recepcionista: “Bueno, vamos a tirar esto, que es la publicidad de la competencia”. El otro, al ver el nombre del albergue, ha sonreído de manera extraña y me ha dicho que sí, que ya conoce ese albergue y que ya sabe que están repartiendo folletos y publicidad por todas partes, pero me ha advertido: tú puedes hacer lo que quieras, pero ese albergue no es bueno, dice que tiene muchas cosas, pero mira, solo te digo una cosa, me ha dicho mirándome a los ojos, el otro día (y esto seguramente saldrá en Internet, porque estas cosas los peregrinos las comentan en Internet) la dueña del albergue, que es además hospitalera, pegó a una peregrina. Le hizo una brecha. Si, sí, como te lo digo, me repite al ver mi cara de incredulidad, y eso además se ha sabido porque vino la Guardia Civil. Yo lo escuchaba todo con paciencia, una de las fortalezas de aquél que se atrinchera en su escepticismo antes de comprometerse en un conflicto por una u otra versión, por uno u otro bando. La verdad es que no sabía qué pensar, hasta qué punto creerme las palabras del recepcionista que me hablaba como si lo que decía fuese importantísimo para mí. A mí, ¿qué más me daba que el otro albergue fuera bueno o malo? Me iba a quedar en este albergue, como de hecho ha sucedido, ¿no? Entonces, ¿qué más daba? Pero mi informante no se cansaba de proporcionarme detalles. Más tarde, cuando ya había pasado por todo el agradable proceso de dejar mis cosas en la litera y ducharme, mientras estaba lavando la ropa manualmente en el lavadero y prometiéndome a mí mismo que lo próximo sería una comida pantagruélica, se ha acercado de nuevo a mí para contar más chascarrillos sobre el albergue y su dueña. Según él, unos peregrinos se habían quejado de que les habían cobrado de más por pasar ahí la noche. ¿Cómo pudo ser?, he comentado entre intrigado e interesado. Pues sí, me ha dicho con fruición mi informante, viendo mi interés inicial, cuando llegaron les cobraron un poco más que lo que ponían en su anuncio alegando que ellos eran los únicos peregrinos que habían llegado ese día al albergue, y que si no les cobraban a ese precio perderían dinero. Sin embargo, fíjate, posteriormente llegaron más peregrinos, pero a éstos ya no les cobraron el precio abusivo que les habían cobrado a ellos. Y los del albergue no hicieron ni intención de devolverles el dinero que les habían cobrado de más. Y mira, otro día otros peregrinos se quejaron porque en el menú que ellos ofrecían les habían puesto comida de lata, y encima fría. Yo seguía escuchando pacientemente. ¿Quién podía saber cuál era la verdad? ¿Quién me decía que todas esas historias no formaban parte de una campaña de desprestigio en contra de ese albergue por váyase usted a saber qué motivos? Lo cierto es, según parece, que en este pueblo hay una guerra declarada entre albergues. Hay, en efecto, al menos cuatro en una población muy pequeña. Eso sí, me sorprende que me hable mal solo de un albergue. Puede que sean celos, porque es un albergue nuevo y, al parecer, el más completo, el que se quiere quedar con todos los peregrinos. O puede ser que mi informador-cotilla-vieja del visillo no ha tenido tiempo de hablar mal de los otros albergues. Quién sabe. Por lo demás, estoy contento con el sitio en el que me he quedado: las habitaciones son limpias, bien arregladas y luminosas, y de momento tengo pocos vecinos, todos extranjeros salvo la pareja de catalanes con la que me he cruzado dos veces en el camino, la última vez en Villamayor desayunando. Tras recoger la ropa todavía chorreando la he subido a la habitación para tenderla en un colgadero que hay justo en la ventana más cercana a mi litera. Ahí espero que se seque, la tarde está soleada, a ver si no se tuerce. Me gusta también la litera que he cogido. Tenía para elegir, o sea que he escogido la litera baja. También me gusta porque está cerca de uno de los balcones. A pesar de la noche que me dio el balcón abierto del albergue de ayer siempre es mejor estar cerca de la luz. Por fin, una vez satisfecha la higiene del cuerpo y de la ropa, ha llegado la hora de comer. A la entrada del pueblo he visto un restaurante: Casa Lili. Me ha parecido un buen sitio y hacia allí he encaminado mis pasos. Según avanzaba hacia el restaurante iba dando gracias a Dios por lo bien que me encontraba. Es maravilloso pasear tranquilamente, recién duchado. Sientes que has hecho algo grande después de haber andado alrededor de treinta kilómetros en un día. Te sientes satisfecho contigo mismo. Y si además, como me sucedía en ese momento de la mañana (sí, mañana, porque todavía no había comido) el sol calentaba y el día era hermoso, todo parecía estar en orden. En estas estaba, cuando he acomodado mi paso, todavía de zancada larga, acostumbrado al camino, al de una mujer inequívocamente latina que, llevando una bolsa de compra, se dirigía también con decisión, aunque con pasos más cortos que los míos, a Casa Lili. Ambos hemos llegado casi a la vez, yo justo detrás que ella, pues mi instinto me decía que esa mujer era tal vez una empleada del restaurante. Mi decepción al principio no ha tenido límites, pues la puerta estaba cerrada, pero pronto he visto que la señora sacaba una llave y abría. Un tanto ansioso, le he preguntado a la mujer, que todavía estaba con el pomo en la mano, si el restaurante estaba abierto. No sabía si la señora iba a abrirlo o a cerrar la puerta a su espalda, dejándome a mí con un palmo de narices y más hambre que el perro de un ciego. Así que, por si acaso se le ocurría cerrar, he preferido preguntar para ver si tenía piedad de mí y de mi cara de hambre. Gracias a Dios (o a la hora) la señora me ha respondido con una agradable sonrisa en la que he visto reflejado el cielo que sí, que el restaurante estaba abierto. Menos mal, porque iba a empezar a comerme las uñas o los codos o lo que pillara, ya no aguantaba. Era el primer cliente, y la mujer me ha subido con ella al primer piso. El bajo está ocupado por un bar de aspecto rústico, una típica tasca, y se sube al restaurante por una escalera empinada que está a la derecha de una barra del bar alta y no muy larga. Toda la primera planta está dedicada a comedor, y según he podido intuir, todavía había una segunda a la que se accedía por unas escaleras. En ella estaría la cocina. La sala es amplia y está iluminada por unos ventanales desde los que se ve un paisaje compuesto por colinas secas y tierras con olivos. Una puerta permite el acceso a una terraza agradable y soleada, con varias mesas con bancos para más comensales que quieran comer al aire libre y en grupo. Yo he preferido sentarme dentro, en una mesa de cuatro con una silla con respaldo. Uno, después de un día al aire libre, agradece comer bajo techumbre y sentado a una mesa. El restaurante me ha gustado desde el primer vistazo, me ha parecido muy acogedor. Además, el menú era barato e incluía agua y vino (buen vino). También es de destacar el aceite. He pedido una ensalada y la mujer me la ha traído aliñada con uno de la localidad, espeso, oloroso. La señora me ha dicho, orgullosa, que ella ya no usa otro aceite que el del pueblo, que considera buenísimo. La verdad es que me ha sorprendido, pues nunca hubiera creído que los navarros tuvieran tan buen aceite. He recordado que, en efecto, mientras avanzaba por el camino he podido contemplar muchos olivos. Eso me ha dado una pista de la importancia que tiene el aceite en esta zona. Al poco de empezar a degustar la suculenta y reparadora comida han ido llegando otros comensales. Por ejemplo, he visto a un grupo de peregrinos entre los que destacaba uno, un tipo con barba canosa y aspecto aventurero. Era el mismo con el que me he cruzado esta mañana en el váter del albergue de Estella cuando salía de vestirme y prepararme para el camino. También se ha sentado delante de mí, en otra mesa, una chica inequívocamente rubia y casi sin duda anglosajona. Era muy pálida y sonrosada, una muñequita. Por último, han entrado los dos catalanes con los que he coincidido varias veces, una vez incluso en el bar en el que he parado para desayunar, y que ahora son mis compañeros de habitación. Al principio, cuando el restaurante no estaba muy lleno, estábamos en la sala solos la anglosajona rubia de piel de melocotón y yo. Los otros, el grupo del barbudo, se han decantado por comer al aire libre, en la terraza. La chica ha pasado un mal rato a la hora de pedir su comida, o más bien su bebida, y todo por no hablar español. En efecto, al principio la camarera le ha explicado que el menú costaba diez euros, agua y vino incluidos. La extranjera, en este punto, ha entendido las cosas a medias, porque ha pedido vino pensando que le iban a poner una copa. Cuando la camarera se ha acercado a servirle el vino y ha abierto delante de ella una botella, la chica se ha puesto nerviosa y ha dicho en inglés que solo quería un vaso de vino. Como la camarera no se enteraba de cuál era el problema, me he ofrecido como intérprete y le he explicado a la mujer latina lo que pasaba, aunque yo tampoco acababa de entender exactamente el miedo de la chica. Al final, y tras insistir ella varias veces y con preocupación que solo quería una copa de vino, he entendido que lo que se temía era que le cobraran los diez euros y, aparte, toda la botella de vino. No se podía creer que podía comer dos platos, postre y toda la botella si le daba la gana por el mismo precio. Pobres ingleses (si tal era la procedencia de la chica), que no tienen en su país este tipo de menús, que incluyen todo. En ese momento me he sentido contento de vivir en un país que, de vez en cuando, te da estas alegrías hosteleras. Así que le he explicado a la extranjera la situación y la he tranquilizado. Spain is different, hija mía. Luego han llegado los catalanes, poco después del rifirrafe de la inglesa y el vino. Se han sentado en la mesa que estaba justo detrás de mí. No me ha parecido una mala opción entablar una conversación con ellos, así que he torcido todo lo que se puede el pescuezo y he empezado a comentarles que si estaban esperando a que les sirvieran, pues llevaban ya un rato y todavía tenían el plato vacío. Se trataba de una excusa como cualquier otra para empezar la conversación. Yo ya estaba acabando y no tenía prisa. La camarera, la misma que me ha servido a mí, a la extranjera y al grupo de fuera, estaba sola para servirnos a todos y, aunque se daba maña, las cosas necesitan su tiempo. Durante la breve conversación que hemos tenido hemos ido pasando de los temas más triviales a otros más interesantes. Por ejemplo, él me ha dicho que se ha recorrido todos los caminos de Santiago: el francés (que ahora está repitiendo en parte después de muchos años sin volver), el de la costa, la Ruta de la plata… Parece un tipo interesante y me he prometido seguir esta conversación, quién sabe si más adelante. Pero no había más razón para continuar ahí sentado, pues ya había acabado de comer y mi cuerpo pedía relax y descanso, quién sabe si una siesta. Así que he dejado a mis nuevos amigos en el primer piso acabando de comer y he bajado a la cafetería a pagar en la barra y beber un café, que me lo había ganado. Sirviendo en la barra estaba un hombre de mediana edad y natural de Vitoria, que me ha contado entre sorbo y sorbo de café con leche, al amor de los colores de la televisión que emitía un programa que no recuerdo, retazos de su vida. Al parecer estaba casado, o al menos emparejado, con la mujer latina que me ha servido la comida. Con ella había formado una nueva familia mixta, con gente del otro lado del charco, como cada vez es más frecuente en este país nuestro que ha acogido a una gran población de inmigrantes en pocos años. Por ejemplo, en el bar nos acompañaban un joven de aspecto también latino, aunque su dicción era perfectamente castellana, que me ha dicho que era de San Sebastián. Sentado a una mesa del bar, entretenido pintando algo, había también un niño de entre seis o siete años, morenito y de ojos indígenas. Mirándolos a los tres (al señor que servía, al chico joven y al niño) se podían establecer vínculos. Puede que el chico fuese el fruto de la relación entre la camarera y el señor de mediana edad. Tenía, en efecto, aspecto latino, pero sus rasgos no eran tan marcados como, por ejemplo, el chico de la recepción, y desde luego no hablaba con acento latinoamericano. ¿Y el niño pequeño? Tal vez era la tercera generación: hijo, sobrino o hermano pequeño del chico joven. Nieto del señor mayor. De hecho, si eso era así, el chico joven y el de rasgos más indígenas de la recepción serían hermanos, porque a la vuelta al albergue este último me ha contado que la camarera era su madre. Total, que todo quedaba en casa. La mujer, casi sin duda (y en esto sigo especulando, cosa que me encanta y no cuesta nada) sería la segunda esposa, porque el señor de Vitoria me ha comentado que un escudo que hay en la pared del bar que ostenta un apellido y debajo un lema escrito en euskera es el de su difunta esposa. Lo ha dicho así, el de su difunta esposa, con serenidad y con seriedad, como se suelen decir estas cosas al cabo de un tiempo, cuando el dolor ya se ha mitigado o alguien ha venido a llenar el hueco de la persona que se ha ido. El chico pequeño me ha parecido muy listo y muy inquieto. El abuelo y el chico joven le vigilaban desde la barra mientras hablaban conmigo. Mientras tanto el niño estaba concentrado en su dibujo y no perdía ripio de lo que se comentaba en la tele. Y es que, según su abuelo, se enteraba de todo lo que pasaba a su alrededor: de nuestra conversación, de lo que veía en la tele y de cualquier cosa. Todo lo pregunta y todo lo aprende, me ha dicho su abuelo. Y el chico joven ha añadido que le encantan los documentales de animales, y que le gustaría visitar muchos sitios del mundo, sobre todo las islas Galápagos. El abuelo estaba fascinado con lo avispado que era. Sin embargo, me decía, su inteligencia tenía un inconveniente: que a veces sus preguntas y comentarios podían ser impertinentes o incómodos, y ponían en un compromiso a los mayores, que a veces no somos ejemplares, que digamos. En una ocasión Tiago (así se llama el niño) vio a su abuelo borracho en una fiesta. El chico, me ha dicho el señor, no dijo nada en ese momento, pero otro día le recriminó a su abuelo que en las fiestas bebía y se quedaba dormido. Toma. Si quieres más, vuelves. Y luego dirán que los niños son tiernos. Tras consumir mi rica taza de café con leche me he despedido del chico y el señor para encaminar mis pasos hacia el albergue. Estaba contento, porque había llegado la hora del descanso después del esfuerzo de todo un día andando. Ya no tenía que preocuparme ni siquiera por comer (es lo bueno del camino, si quieres y tienes dinero comes todos los días a mesa puesta). Satisfecho, he subido a la habitación y me he tumbado en mi litera en paz con el mundo y conmigo mismo. Al fondo de la habitación, dos mujeres estaban ordenando sus cosas. Al parecer, ellas también acababan de llegar. Las dos son delgadas, de pelo corto, unas típicas mujeres duras del camino de Santiago. Tienen un cierto parecido entre sí y una de ellas es bastante más mayor que la otra, lo cual me ha dado que pensar (especular es gratis, ya lo he dicho) que quizá fueran madre e hija. Hablaban un idioma raro. Al principio creía que eran alemanas, pero luego ha resultado que el idioma tan raro y tan tosco con el que se comunicaban era inglés, aunque con acento australiano, que vete a saber quién lo entiende. Según me han comentado al poco rato de saludarnos y de comenzar una conversación son de Melbourne, ciudad que no es (y que me perdonen todos los de Melbourne, porque la geografía nunca ha sido mi fuerte) la capital de Australia, tal y como ellas han puntualizado amablemente y sin atreverse a reírse de mi ignorancia. Sí que es cierto que es una de las ciudades más importantes del país, pero la capital es Camberra. Como suele suceder con muchas de las personas con las que hablo por el camino, las dos han resultado ser personas cultas, agradables y muy comunicativas. En cuanto se han enterado que soy de Bilbao me han dicho que ellas han estado en mi ciudad, visitando el Guggenheim (cómo no). Como nota curiosa, me han explicado que el Puppy, la gran estatua de flores con forma de perro que está frente al museo Guggenheim de Bilbao, es australiano. Según ellas, es un monumento que hicieron en Australia (o por lo menos es igual a uno que está ahí). Por eso cuando fueron a Bilbao y lo vieron les sorprendió. ¿Qué hace éste aquí?, se dijeron. Al poco rato de estar con las australianas han llegado mis nuevos amigos catalanes que habían ya acabado de comer. Como he dicho, ellos habían escogido las dos literas que estaban justo al lado de la mía. El duerme en litera de abajo, justo enfrente de la mía, y ella en la de arriba. Me han dicho que después, en cuanto caiga un poco más la tarde, van a ir a visitar la iglesia. Hay un papel colocado en la puerta (en el que yo no me había fijado, pero ellos sí) con un número de teléfono donde llamas y viene una señora del pueblo que es la que tiene las llaves de la iglesia y te la enseña. Vive cerca, y no tarda nada, me dice él. Yo ya había visto la iglesia por fuera y le he sacado fotos, pero claro, sabiendo que se puede visitar por dentro, esto no me lo voy a perder. Además está justo al lado del albergue. Desde el primer momento me había llamado la atención su forma: hexagonal. También me había resultado curioso su nombre: iglesia del Santo Sepulcro, como la de Jerusalén. Miguel, el catalán, compañero de la chica rubia y elegante, me ha dicho que la iglesia es de origen templario, y que merece la pena, porque en ella hay un Cristo con cuatro clavos, uno por cada extremidad del crucificado, lo cual es sumamente raro. Lo normal, como todos sabemos, son tres, pues los dos pies de Jesús crucificado se suelen representar atravesados por un único clavo. Enseguida me he apuntado a ir con ellos dentro de un rato. En las dos literas que están al lado de la de las australianas hay una pareja de coreanos, chico y chica. Me ha sorprendido, me ha dicho Miguel, que son cristianos, y además muy creyentes. Ella estaba muy interesada en ir a la iglesia a rezar cuando nosotros fuéramos a visitarla. Esos coreanos cristianos han despertado mi curiosidad, así que me he acercado a la litera donde estaban y he hablado con la chica. Sí, no cabe duda de que es muy cristiana. Lo he notado porque, cuando he mencionado que en la iglesia hay un Cristo con cuatro clavos, ella se ha estremecido como si los clavos se los estuvieran metiendo a ella en la carne. Se ve que es muy sensible respecto al tema de la muerte de Jesucristo. Sé (cosa que Miguel, el catalán, no sabe) que una de las congregaciones evangélicas más grandes del mundo está en Corea, país tradicionalmente budista. Por eso no me extraña que esos coreanos sean creyentes tan fervientes. No he podido sustraerme a una de mis aficiones preferidas a la hora de hablar con extranjeros: escandalizarles con mi nombre. Aprovechando que estábamos hablando de Jesucristo le he dicho que tengo dos nombres: Jesús y María. Siempre sucede lo mismo. Mi nombre desconcierta a muchos extranjeros. Por supuesto, no a los de origen hispanoamericano, pero sí a aquellos que son anglosajones o han recibido una fuerte herencia cultural de dichos países, y Corea no es, por lo que he visto, una excepción. Y es que en muy pocos países se pone el nombre de Jesús como nombre habitual de varón. Jesús sólo hay uno, se aduce, y es el Hijo de Dios. Según el sentir popular de la gente de esos países es como si a un niño le pusieses el nombre de Dios, sería una aberración. Yo, sin embargo, lo veo normal. En efecto, vivo en un país donde la gente lleva nombres de santos. ¿Por qué no se puede bautizar a un niño con el nombre del hombre más santo? También en muchos países es costumbre poner dos nombres, sobre todo en aquellos que usan un solo apellido, para evitar la excesiva repetición. Si alguien se llama John Smith, es posible que muchos se llamen así, pero si se llama John Winston Smith habrá menos posibilidades de confusión, porque otro se puede llamar John Andrew Smith, por ejemplo. Sin embargo, resulta algo verdaderamente ilógico para muchos que alguien se llame Jesús María, es decir, que tenga, de primero un nombre de hombre y de segundo uno de mujer. Recuerdo que la primera vez que le expliqué a un alemán lo de mi nombre no salía de su asombro. Me preguntó si eso era normal, no se lo acababa de creer. También, a un amigo de una prima mía que vive en Londres le pasó algo muy gracioso. Se llama como yo y un día le paró la policía de tráfico. Era un control rutinario y le preguntaron cual era su primer nombre: “Jesús”, dijo pronunciándolo en un perfecto inglés. Caras de asombro. ¿Y el segundo?: “María”. Le miraron de arriba abajo. Supongo que, aunque su aspecto era, seguramente, el de un hombre, estarían preguntándose sin duda cómo podía ser. Tuvo que enseñarles su documentación y ellos, incrédulos, leerla para convencerse. Así, cuando le he dicho mi nombre a la coreana ésta ha abierto mucho los ojos y la boca. Parecía más sorprendida que cuando le he mencionado lo de los cuatro clavos del Cristo. Como en el caso del amigo de mi prima, le he tenido que enseñar el carné para que lo viera, entonces me ha vuelto a mirar con ojos de sorpresa. Pero cuando Miguel, el compañero catalán, que se había ido también enterando de la conversación, ha dicho que su compañera se llamaba María Jesús me he dicho: “Esto tampoco lo va a entender”. He intentado explicarle a la coreana que ella es María Jesús, y yo Jesús María, que si el nombre que va delante es de chica, es nombre de chica, no importa que después vaya un nombre de chico, y lo mismo, pero al revés, pasa en los nombres compuestos de chico en los que uno de los nombres es de chica. También le he dicho que para nosotros en cualquiera de esos casos no hay dos nombres, sino un nombre compuesto. Ella, la compañera de Miguel, no se llamaba María, sino María Jesús, así, todo casi en un golpe de voz. Pero creo que era demasiada información novedosa en poco tiempo. Ahí la hemos dejado con su sonrisa amable de circunstancias y seguramente más confusa que antes. Pero no importaba, ya he dicho que me encanta escandalizar a los extranjeros. Después, Miguel, su compañera y yo nos hemos dedicado a lo nuestro: a ponernos de acuerdo en la hora en que vamos a ver la misteriosa iglesia templaria. Ya hemos quedado y dentro de cinco minutos iré con ellos a visitarla. Así que por el momento dejaré la pluma por hoy. Mañana será otro día.
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